Asistimos con cierta perplejidad al tsunami del coronavirus en unos días en los que las certezas se diluyen. Creíamos que un señor que tosía en un recóndito lugar de China jamás incidiría en las ventas de nuestro tendero del barrio. Pero, una vez más, colisionamos contra un mundo globalizado, con la teoría del caos, con el efecto mariposa que derrumba las bolsas en un par de semanas y nos aísla en nuestra vivienda. Para afrontar la comunicación ante las galopantes cifras de contagio, España coloca a Fernando Simón, un médico zaragozano al que cualquiera le compraría un coche de segunda mano. Un profesional cauto, un hombre que te convence con mesura y pausa, que reconoce que estamos mal, pero que podríamos estar peor y que no merece la pena conectarse con la psicosis y la alarma. El problema reside en que tantas llamadas a la tranquilidad comienzan a inquietar, sobre todo cuando desde determinadas instituciones se dificulta el acceso a la información por el supuesto beneficio a los ciudadanos. Pervive aún en algunos sectores la torpeza de minusvalorar el criterio y la sabiduría innata del personal, muy por encima de la capacidad de algunos rectores. Se antoja necesario que lo que algunos llaman ‘la gente’ viva su miedo o su tranquilidad con libertad e información, sin tanta falsa tutela pública.