Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

Pseudociencia y pseudopolítica

Opinión
'Pseudociencia y pseudopolítica'
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El 24 de febrero ha muerto, centenario, Mario Bunge; treinta y ocho años después de recibir el Premio Príncipe de Asturias. No menos de seis décadas reconocido como uno de los autores más influyentes en filosofía de la ciencia; una carrera forjada tanto en el molde de la física como en el de las humanidades, que ha dado resultados duraderos. Una obra extensa y dispersa a la que accedemos mejor a través de la ‘Biblioteca Bunge’ de la editorial Laetoli, de la mano de editor tan exquisito como Serafín Senosiáin (Goldberg...).

Pero este no es un artículo dedicado al científico nacido argentino. Me interesa sólo uno de sus objetivos y logros principales: sus pautas, fáciles de aplicar, para identificar ‘lo científico’ y protegerlo –protegernos– de las pseudociencias. En su lista de indicadores destaca el muy distinto tratamiento de la discrepancia: el conocimiento científico la asume, la busca; la pseudociencia la evita, la bloquea con malas prácticas retóricas.

El derecho ofrece una imagen de los valores que una determinada sociedad considera más importantes: la intensidad de la protección que les proporciona permite reconstruir con bastante exactitud la relevancia relativa que se les concede. Hoy, cualquier discurso exalta la ciencia pero ¿qué nos dice ese detector de valores incorporados al derecho? ¿Alguna protección penal o administrativa para el ‘método científico’? ¿Algún tipo de cobertura frente a la pseudociencia? ¿Alguien ha propuesto declararlo patrimonio inmaterial? Ahí tenemos la imagen real del valor que damos al rigor científico en la generación y transmisión de conocimiento.

Probablemente porque pensamos que eso del ‘método científico’ es algo abstracto. Intangible, pero sin valor de mercado. Cosa de especialistas como Bunge; ellos se ocupan. Tomamos distancia, aunque está en nuestra experiencia cotidiana. Estas semanas todos nos hemos hecho un poco expertos en virus y vacunas. Sabemos que hay un protocolo preciso que regula de manera muy estricta los pasos que se dan desde que alguien imagina un tratamiento hasta que llega a la sociedad con una confirmación razonable de utilidad, eficacia y seguridad. En las ciencias sociales o las humanidades imitamos, hasta donde podemos, este procedimiento para perfilar conceptos y asignarles palabras que nos permitan utilizarlos para describir algún fenómeno, alguna situación.

Aunque no son buenos tiempos, el método científico resiste cuando se trata de geodesia, medicina, seguridad alimentaria... Nadie admite en medicina una investigación sobre una hipótesis inverosímil; hay filtros desde el principio, desde antes del principio; son los primeros pasos del protocolo del método científico. Pero cuando pasamos a historia, derecho... estamos desprotegidos: cualquier ocurrencia tiene recorrido. Negociamos las condiciones de ejercicio de un ‘derecho a decidir’ cuyo titular y fundamento siguen sin sacarse de la niebla.

El proceso de decantación de un concepto histórico, jurídico o político de precisión es lento; muchas veces, décadas, incluso siglos. Y elitista: lo realiza una ‘clase’ de expertos que se han formado para ello. Ya tenemos dos razones para saltar el protocolo: la urgencia, y ese desprecio a la tecnificación que se percibe en el uso de expresiones como ‘legalismos’, ‘excusas técnicas’, ‘judicialización’, como acciones a evitar.

Al dejar de aplicar este protocolo de rigor, ponemos en circulación conceptos torpes, dañados, defectuosos, frágiles. Inútiles.

He aprendido de la ministra Dra. Calvo que en este momento lo importante es ‘sentarse’. He repasado los clásicos de la teoría política, léxicos y diccionarios jurídicos y no he encontrado referencia que explique el contenido de este concepto presentado como ‘importante en grado uno’; suena a yoga o bushido. He buscado también alguna orientación sobre cómo se puede hacer compatible la ‘desjudicialización’ con la seguridad jurídica. Si dinamito el principio que remite la interpretación de las leyes a los tribunales, ¿quién desarrollará esa función? Si no confío en la pericia técnica, ¿qué me proporcionará seguridad jurídica? ¿La ‘gente’?

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