Por
  • M.ª Pilar Benítez Marco

Somos campo

La agricultura y la ganadería crecen, tanto en superficie y censo como en producción, pero sus profesionales son cada vez menos.
'Somos campo'.
Pixabay

En las últimas semanas, el campo y sus gentes han levantado la voz. En un remolino de solidaridad, personas que no cultivamos la tierra ni cuidamos ganados hemos sentido que ese grito formaba parte de nuestra propio ser. En mi caso, no solo por el anhelo de convertirme, como suelo decir, en una beata illa horaciana o por el recuerdo de aquellas botas blancas de la infancia que me encantaba embarrar cuando regaban el huerto de casa. O por la fascinación que, también de niña, me producía observar cómo germinaban las semillas de las judías verdes o cómo se ordeñaba una vaca. También porque parece injusto que el campo sufra, al mismo tiempo, las consecuencias de la liberación de los mercados y del veto ruso o de los aranceles estadounidenses. Y que, además, soporte la ‘venta a pérdida’ y el ‘preciobajismo’ de la industria procesadora, de las cadenas de distribución y de los grandes supermercados. Y porque, en estas circunstancias, es comprensible que tenga dificultades para asumir el encarecimiento de los combustibles, de los fertilizantes, de los seguros agrarios o la subida del SMI.

Pero, sobre todo, algunas personas hemos sentido que la voz del campo y la nuestra se fundían en una ráfaga de cierzo y de protesta, porque mantiene el medio rural que se deshoja en el vacío, porque vivimos y sobrevivimos gracias a él, porque somos campo. Especialmente, somos ese campo pequeño y mediano, que puede defenderse con un consumo local, sostenible y de productos ecológicos y de proximidad. 

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