Por
  • Andrés García Inda

Exámenes

Opinión
'Examenes'
F.P.

Si tienen ustedes cerca un universitario –y en nuestra ciudad y en nuestro tiempo es difícil que en algún grado de consanguinidad o afinidad no les alcance a alguna o alguno de ellos– sabrán que en las últimas semanas la mayoría estaban en pleno periodo de exámenes. Unos examinándose y otros, los profesores, corrigiendo sus ejercicios para evaluar los conocimientos y las capacidades presuntamente alcanzados por los primeros. Al estudiante –además de aprender, por supuesto– lo que fundamentalmente le interesa es aprobar la asignatura, para obtener el título correspondiente; y el docente lo que busca es que sus alumnos adquieran determinados conocimientos y habilidades. Los instrumentos de evaluación, como el examen, son una forma de intentar hacer coincidir ambos objetivos, de modo que aquel que sabe lo suficiente apruebe y solo apruebe aquel que sabe. En general –y en este caso vale decir aquello de que la excepción confirma la regla– suele conseguirse ese doble propósito. Es verdad que en ocasiones un buen estudiante puede suspender, y también sabemos que un alumno caradura puede aprobar e incluso llegar a doctorarse con honores. Pero si se enseña y se examina adecuadamente no tiene por qué ser así; y quiero pensar que es lo habitual, a pesar de las estrategias que algunos puedan utilizar para tratar de conseguir su propio objetivo a cualquier precio.

En ciencias sociales una de esas estrategias para intentar decir algo cuando no se sabe qué decir es utilizar de modo profuso e indiscriminado determinados tópicos o palabras propias del tesauro de la asignatura, metiéndolas con calzador en frases que no se sabe de dónde vienen ni a ninguna parte llevan. El resultado en esos casos suele ser el de discursos vacíos, llenos de banalidades, cuando no errores, que más que mostrar el ingenio de quienes los expresan lo que revelan es su absoluta ignorancia.

Me temo que en la vida política nos sucede algo parecido: la falta de ideas suele intentar taparse con abundancia de tópicos y frases hechas, dichas aquí y allí sin orden ni concierto y que a fuerza de soltarlas indiscriminadamente acaban por decir una cosa y la contraria. Un ejemplo podría ser el del propio presidente Sánchez, que cuando se sale del cauce del guion escrito y preparado por sus asesores empieza a balbucear con voz aflautada las mismas palabras en cualquier orden y en cualquier sentido. ¿Qué piensa realmente?, ¿qué proyecto tiene, más allá del puramente personal?, ¿a dónde nos lleva y a dónde vamos? Es imposible saberlo, no ya –o no solo– porque resulte difícil creer a alguien con una propensión tan patológica a la mentira, sino porque en realidad todo su discurso está vacío, hueco. Lo cual lejos de resultar tranquilizador es más que preocupante, dado que quien podrá aprovecharlo es quien más capacidad tenga para darle aquello que –como el mal estudiante el aprobado– busca a cualquier precio: consolidarse en el poder.

Es verdad que la política siempre ha estado llena de charlatanes. Embaucadores y vendedores de crecepelo que han tratado de persuadirnos de las propiedades mágicas de productos fraudulentos, mientras camuflan su propia y para ellos vergonzosa calvicie con peluquines. Lo novedoso tal vez, del momento actual, es que ya no se molestan ni en disfrazarse ni en convencernos: saben que el producto no existe, o que es un fraude, pero no solo piden sino que exigen que paguemos por él el precio que sea, como esos alumnos que después de haber llenado su examen de disparates o superficialidades le reclaman vehementes al profesor, para exigir más nota: «¡Pero algo le he puesto! ¿no?».

Aunque se entiende, también resulta sorprendente que algunos de los que tendrían que examinar (y suspender) tales discursos estén dispuestos públicamente a aprobar incluso con buena nota una mercancía tan averiada (aunque en privado digan otra cosa). Y llama la atención el patetismo, en todos los sentidos de la palabra, con que tratan así, inútilmente, de nadar y guardar la ropa. Como quienes se aferran juntos a un pecio para poder mantenerse a flote y temen a la vez hundirse con él, sabedores además de que, si es necesario, llegado el momento aquel no dudará en deshacerse del lastre que ellos supongan.

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