Por
  • José Tudela Aranda

Vieja y nueva política

El gobierno de Lambán incluirá cuatro partidos políticos.
'Vieja y nueva política'.
HERALDO

Durante algunos años, la descripción de la política española estuvo dominada por la dialéctica ‘nueva política’ frente a ‘vieja política’. Frente a los vicios y anacronismos de una manera de hacer política dominada por los partidos tradicionales, emergía una nueva forma de hacer política que se personificaba en nuevos partidos. No fueron pocos los que vieron en esa irrupción el final de los partidos hasta entonces hegemónicos. La nueva política sustituiría a la vieja política, los nuevos partidos a los tradicionales. La fecha de referencia que se utiliza como nacimiento de esa dialéctica es el 15 de mayo de 2011.

Apenas han transcurrido nueve años, pero han sido de una especial intensidad política. Un periodo suficiente para realizar un primer balance de una disyuntiva que cabe entender como esencial para comprender la evolución política de nuestro país. Un balance que, como se verá, aporta conclusiones relevantes que van más allá, incluso, de lo esperado.

La primera reflexión que cualquiera puede hacer es que la nueva política no ha sustituido a la vieja política, en tanto que los partidos tradicionales han resistido el embate y siguen siendo dominantes. Ahora bien, ello no significa que la irrupción de esos nuevos partidos no haya sido incluso transcendente para el sistema político español. Hoy, cinco partidos superan el 10% de los votos a nivel nacional y la formación de mayorías parlamentarias sólidas se ha convertido, hasta ahora, en un objetivo imposible. Así, se puede decir que el sistema político vigente hasta 2015 ha sido sustituido por otro, aún en formación. Una auténtica y significativa transformación que altera radical y transversalmente todas las dinámicas políticas y que exige un proceso de adaptación que se encuentra lejos de haber finalizado.

Una segunda consideración debe realizarse en torno a los valores y usos que eran bandera de la nueva política. Es preciso preguntarse si los nuevos partidos, al menos, han logrado cambiar la cultura política conforme a esos valores. No hay, pienso, una respuesta concluyente. Se pueden encontrar ejemplos de contagio, algunos positivos como una mayor exigencia contra la corrupción y otros que han tenido un resultado menos afortunado como la democratización interna de los partidos. En todo caso, el contagio ha sido bidireccional. Es decir, la vieja política ha seguido imponiendo sus reglas y los nuevos partidos, al principio declaradamente hostiles a las mismas, han acabado por asumirlas. No podía ser de otra manera. Muchas de esas reglas en su momento criticadas no eran ni viejas ni nuevas. Simplemente, eran política.

Con todo, lo más relevante es que el significado inicial de la dialéctica examinada se ha visto radicalmente modificado. Y una dialéctica que tenía un sesgo nacional, se ha convertido en una dialéctica universal. Hoy, analizar el contraste entre nuevas y viejas formas de hacer política conlleva examinar lo que puede calificarse como una auténtica revolución. Los partidos han dejado de ser lo que eran. Los liderazgos partidarios se han hiperbolizado hasta la eliminación de cualquier contrapeso. El tradicional y decisivo filtro mediático ha sido sustituido por un magma confuso, indefinido e inaprehensible. La ideología ha perdido sus últimas fortalezas para ser sustituida por la imagen y la ocurrencia. Verdad y mentira han desaparecido de la escena política. Más bien, sólo hay una verdad. La que facilita el poder.

Puede alegarse que nada de ello es nuevo. Es cierto. Pero tradicionalmente estos y otros rasgos se compensaban con otros que hoy han desaparecido. Rasgos esenciales para mantener el delicado equilibrio que es la democracia constitucional. Hoy, la vieja política, el ejercicio de un poder dominante, con sus correspondientes cuotas de oscuridad y remiso a los controles, mantiene toda su vigencia. Lo grave es que las características de la forma contemporánea de hacer política, lejos de servir de freno, impulsan los vicios necesariamente inherentes al ejercicio del poder.

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