Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

Chopin, versión pandereta

Opinión
'Chopin, versión pandereta'
HERALDO

No creo que el hombre sea animal político por naturaleza. Hay unos niveles de organización social que podemos considerar espontáneos pero los demás son artificio, en el mejor sentido de la palabra: resultado de un esfuerzo de creación que necesita pericia técnica en la creación y manejo de razonamiento abstracto. Los vínculos naturales de vecindad o familia permiten grupos de unos centenares de personas. Para desbordar esos límites hay que idear vínculos que se alejan cada vez más de la realidad física: por ejemplo, ‘ciudadanos romanos’ pero que ya no vivían en la ciudad de Roma.

Estas organizaciones complejas pueden gobernar millones de individuos, cubrir territorios más extensos y alcanzar más áreas de intervención. Están hechas de verbo (en realidad: ‘lógos’); por eso necesitan aumentar la reserva de palabras y conceptos disponibles, proporcionados a sus objetivos ampliados; nociones que permitan verbalizar esa acción en ámbitos cada vez más amplios y profundos, que sustenten y expliquen esa estructura lógica intangible, y comuniquen a los ‘socios’ los beneficios de su existencia.

Este proceso de crecimiento de lo político fue acompañado durante siglos de un aporte gradual de conceptos cada vez más potentes y precisos. Más que ateniense o espartano, el núcleo de esta estructura es romano (¡qué pocas veces se destaca el derecho y la política como aportaciones relevantes de Roma!); la Iglesia cristiana aprovecha todo ese fondo y le da el empujón de abstracción necesario para resolver las exigencias técnicas de una organización eclesial doblemente compleja. En el siglo XIII están perfilados con mucha exactitud todos los conceptos y se van reajustando hasta alcanzar niveles de excelencia teórica en los autores de los siglos XVI y XVII. Las rentas intelectuales generadas fueron tan altas que pudieron mantener en funcionamiento las maquinarias de gobierno sin más añadidos relevantes que los socialismos de la mitad del siglo XIX.

Estas elaboraciones políticas me parecen tan dignas de admiración como las catedrales góticas o la pintura de Velázquez; pero el lenguaje artístico ha seguido renovándose, la ingeniería y la arquitectura, no digamos; mientras, los instrumentos de expresión política han envejecido descuidados, pese a que la acción de gobierno que sustentan no haya dejado de cambiar.

Sobre este proceso de envejecimiento, que podríamos denominar natural, actúan ahora fuerzas que buscan el empobrecimiento de esas herramientas conceptuales que sostienen estructuras de gobierno y administración. Hay una política activa de reducción de la lista de palabras que usamos en la comunicación política, y un esfuerzo por suprimir matices, eliminar gradaciones y posiciones intermedias, reduciendo las alternativas a una afirmación o una negación: algo tan binario que pueda ser objeto de referendos y consultas populares. El precio es el sacrificio de la precisión de los conceptos, de las sutilezas; una renuncia a su fuerza diferenciadora. De aquí, sólo un paso nos separa de máximas corrosivas: "todos son iguales", "todos dicen lo mismo".

Si nos fijamos, el discurso político actual maneja un par de listas muy cortas de palabras; ocho o diez en cada una. Palabras aguijón, paralizantes, que bloquean al antagonista o le aniquilan (autoritario, franquista, fascista, violencia, fuerza, represión, judicialización, derecha, progre, bolivariano…); palabras escudo, cuya sola mención protege de cualquier ataque o contradicción (igualdad, democracia, libertad, cultura, diálogo, paz, público, progresista, legalidad…). Conceptos antes valiosos, núcleo de nuestra cultura social y política, que ahora se usan en exceso, fuera de significado, sin criterio, y con insuficiente conocimiento, llevándoles por caminos de banalización que conducen a la inutilidad.

En una política basada en la palabra, las posibilidades de interlocución, de progreso argumental y contraste productivo de ideas están condicionadas por la calidad expresiva del lenguaje que se usa. Un Steinway en manos de Rubinstein permite la Balada n.º1 de Chopin; si sólo tenemos pandereta y castañuelas el resultado es… otra cosa.

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