Consecuencias

Opinión
'Consecuencias'
HERALDO

He releído a Robespierre (1758-94) y a Popper (1902-94) por razones de trabajo. El primero pasó a la historia de Francia como revolucionario radical, líder firme y sin piedad que no dudó en aplicar la guillotina y el terror al servicio de su idea de República. El segundo, vienés, exiliado a las antípodas y, finalmente, instalado en Reino Unido, fue un filósofo de la ciencia destacado del siglo XX y defensor convencido de la sociedad abierta y de la democracia liberal. Cada uno a su manera apelaba a la razón para conseguir sus propósitos. Pero el modo de razonar y, sobre todo, el modo de actuar fue bien distinto, pese a usar palabras similares y contar ambos con mentes singulares. Para ello basta comparar sus textos y su acción pública.

Robespierre, en nombre del pueblo y de los principios republicanos –libertad, igualdad, fraternidad– pasó por la guillotina a sus enemigos. Daba igual que fueran moderados o ‘royalistes’, no cabía el perdón. Popper sufrió el nazismo, tuvo que exiliarse y se caracterizó por mantener su ‘racionalismo crítico’ como forma de ser. Llevó una vida dedicada al estudio, la investigación y la pasión por el conocimiento, pero también a luchar intelectualmente contra los totalitarismos que sufrió de manera directa. Por eso, estoy casi seguro de que no le interesó en ningún momento leer a Robespierre. Pero quién sabe, no cabe preguntarle.

Ambos insisten en la verdad. Buscan la verdad y hacen lo posible por conquistar un mundo mejor. Incluso las palabras del gran gestor del Terror resuenan con cierto encanto si se leen hoy. Por ejemplo, el discurso de 5 de febrero de 1794 donde detallaba "los principios de moral política que deben guiar […] la administración interior de la república". Propone un alegato seductor: "Queremos sustituir en nuestro país la moral por el egoísmo, la probidad por el honor, los principios por las costumbres, los deberes por el decoro, el imperio de la razón por la tiranía de la moda, el desprecio por el vicio por el desprecio por la desgracia, el orgullo por la insolencia, la grandeza de espíritu por la vanidad, el amor a la gloria por el amor al dinero, las buenas personas por las buenas compañías, el mérito por la intriga, el genio por el espíritu bello, verdad por el lustre, el encanto de la felicidad a los problemas de la voluptuosidad, la grandeza del hombre a la mezquindad de los grandes hombres, un pueblo magnánimo, poderoso, feliz, a un pueblo amable, frívolo y miserable, es decir, todas las virtudes y milagros de la república a todos los vicios y ridículos de la monarquía". ¿Quién puede oponerse?

Cualquiera que ocho páginas después lea: "Si el resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, la base del gobierno popular durante una revolución es tanto la virtud como el terror; la virtud, sin la cual el terror es nefasto; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es más que una justicia rápida, severa e inflexible; es, por tanto, una emanación de la virtud; es menos un principio en sí mismo, que una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las necesidades más urgentes de la patria". O quizá no. Algunos políticos de hoy argumentan como Robespierre. Han venido a cambiar la vida de la gente. Tienen su verdad y su razón, con una idea de ‘igualdad’ que debe triunfar a toda costa.

Si a esto se contrapone la conferencia de Popper ‘Utopía y violencia’, Bruselas junio de 1947, la verdad y la razón se ven de otro modo. Decía: "¿Cómo puede llegarse a una decisión? Hay, fundamentalmente, solo dos caminos posibles: la argumentación (inclusive con argumentos sometidos a arbitraje, por ejemplo, ante alguna corte internacional de justicia) y la violencia. O, si se trata de un choque de intereses, las dos alternativas son un compromiso razonable o el intento de destruir al rival". Y deja claro cuál es su propuesta: "El racionalista […] es un hombre que trata de llegar a las decisiones por la argumentación o, en ciertos casos, por el compromiso, y no por la violencia. Es un hombre que prefiere fracasar en el intento de convencer a otra persona mediante la argumentación antes que lograr aplastarla por la fuerza, la intimidación y las amenazas, o hasta por la propaganda persuasiva". 

Piense. ¿Usted qué prefiere?

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