Recuerdos de bares
Mi infancia son recuerdos de bares. Bares de pueblo. Bares de carretera. Bares de ciudad. Bares de luz aceitosa, llenos de humo y sembrados de colillas y de palillos y de servilletas de papel arrugadas y de colas de gamba y de dunas de serrín. Bares con jamones colgados de las paredes como trofeos cinegéticos. Bares en los que había más moscas que clientes. Bares que olían a macho. Bares en los que flotaba, como polvo suspendido en el aire, el espíritu del franquismo. Bares en cuyos mostradores se quedaban pegadas las manos y en cuyos suelos se quedaban pegadas las suelas de los zapatos. Bares de azulejos grasientos y taburetes cojos en los que se dispensaba sabiduría popular a granel. Bares en los que nunca entraban el sol ni el inspector de Sanidad.
Una de las cosas que diferenciaban a los bares de los pueblos de los bares de ciudad eran los calendarios. En los bares de los pueblos siempre había calendarios de cajas rurales o de vehículos agrícolas.
Los camareros no me inspiraban confianza, aunque me pusieran una pajita de plástico en la cocacola o me obsequiaran con un plato de cacahuetes o de patatas fritas.
Camareros repeinados como toreros, envarados como dependientes de El Corte Inglés o circunspectos como empleados de funeraria. Camareros dicharacheros, sabihondos y chistosillos. Camareros de uñas largas y bigotes exagerados. Camareros incapaces de desfruncir el ceño.
Jugar a las chapas, entre las piernas y los zapatos de los clientes, me hacía sentir una cucaracha. Y así, con perspectiva de insecto, era como veía a los adultos.