Por
  • Octavio Gómez Milián

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Foto de archivo de un colegio de Huesca.
Foto de archivo de un colegio de Huesca.
Roger Navarro

Vuelve la agitación a las aguas de la educación. No hay equidistancia que valga si uno es afín al Gobierno matemático que nos ha tocado vivir. Uno que ya ha superado las dos décadas en distintas aulas sabe que el Estado mira hacia el lado que le conviene en cada momento, que los profesores muestran un comportamiento heterogéneo en lo referido a su adhesión constitucional –que, si no recuerdo mal, fue un documento que me hicieron firmar cuando aprobé las oposiciones–, es más, alguno suelta exabruptos contra el ordenamiento legal y los padres, antiguos cómplices en el proceso de aprendizaje, se han convertido en máximos valedores de la pereza estructural. No es una cuestión de protección de los hijos frente a carpetovetónicos progenitores que los ciegan al progreso, es simple ideología reinante. No comprendo qué hace la asignatura de Religión en el currículo, pero tampoco me gusta acudir a charlas durante las sesiones de tutoría en las que se demoniza a los empresarios o se ridiculizan elementos costumbristas que solo rascan con su postureo la verdadera problemática actual en nuestros centros: falta de exigencia académica y sobrecarga burocrática. Si nuestro Gobierno, si el Estado realmente hiciera de la Constitución un dique frente al nacionalismo exacerbado, al delirio comunista, un garante de la igualdad entre todos los españoles a través de la cohesión curricular y el control de realidades históricas, todos nos reiríamos de los furibundos defensores de la honra y la moralidad, pero mientras no sea así, no me harán mirar hacia otro lado. Por lo menos a mí.

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