Sánchez, jefe único del Gobierno
Tras la guerra civil, don Manuel García Pelayo, oficial de Estado Mayor en el ejército republicano, quedó preso en un campo franquista. Libre al poco, se incorporó al Instituto de Estudios Políticos. En 1951 emigró a Hispanoamérica. El rey Juan Carlos I le pidió que volviese en 1980 y así pudo ser designado primer presidente del Tribunal Constitucional. Concluido su mandato, en 1986 retornó a Caracas, donde murió en 1991, con 81 años. Lo evoco por un párrafo suyo que cita Fernando García-Mercadal, en un nuevo y erudito libro sobre los símbolos y ceremoniales españoles (Hidalguía-Dykinson, 2019): "Una estructura política firmemente integrada supone unicidad en los símbolos sustanciales, de modo que, si hay oposición simbólica, ésta se limite a los símbolos accidentales (...) La falta de respeto a los símbolos vigentes o la pluralidad de símbolos en relación de antagonismo es signo de falta de firmeza en la estructura y, quizá anuncio de su desintegración".
También describió los ‘derechos históricos’ como "curiosidades jurídicas" y "denominación extravagante y anticuada", que parecía brotar de la ‘escuela histórica’ del Derecho, en cuyos principios bebieron los tradicionalismos reaccionarios del siglo XIX. La paradoja, en la que nos hacen seguir viviendo los nacionalismos fragmentarios es que, a finales del siglo XX se han transferido a los territorios "los principios legítimistas formulados originariamente para las monarquías". Así, la legitimidad nacida de la razón política –cuya condensación es la Constitución– quiere ser suplantada por otra, derivada de un tradicionalismo desusado hace siglos que intenta disimular sus profundas arrugas con cosmética moderna.
Los símbolos importan
Los acuerdos que permitieron liquidar la dictadura y acceder en paz al régimen democrático, incluyeron, como anota García-Mercadal, un pacto sobre los símbolos nacionales, en la Constitución (artículo 4) y en la ley sobre el escudo de España (1981). Debe hoy recordarse que ‘el partido’, como por antonomasia se llamaba al PCE en los años setenta, reunió a su comité central para aprobar, en abril de 1977 y sin votos en contra, que la bandera nacional figuraría en lugar preferente en todos sus actos. La revista ‘Emblemata’ (IFC), que dirigía G. Redondo y en cuyo consejo estuve hasta su muerte, publicó en 2013 un texto de Enrique Gastón, exsecretario del PCE en Aragón, testigo del hecho: "Tuve la oportunidad de presenciar el discurso de Santiago Carrillo en el que, al comienzo de la Transición española a la Democracia, pedía a la militancia la aceptación de la bandera de los dos colores, y la renuncia a la de los tres de la republicana. (...) Y también presencié las controversias que produjo su propuesta y las protestas que generó". Nadie se opuso. Carrillo ponderó adecuadamente la importancia política y legal del símbolo, que también lo fue de la I República. Hoy, ningún gobierno español osa imponer la norma a las entidades separatistas que la violan, fingiendo que resulta irrelevante.
Cuando callar parece otorgar
No cabe duda de que los políticos separatistas condenados por sediciosos obraron de tal forma que, más atentos al diseño que a la sustancia, fueron capaces de "crear el atrezo revolucionario, pero no de interpretar el libreto con un mínimo de credibilidad", en expresiva descripción de Ángel Garcés. Ni contaron "con los consensos sociales suficientes ni fueron capaces de alcanzar ningún reconocimiento internacional". Este punto debería ser clave para una recta comprensión del caso por parte de los gobiernos españoles.
En el caso de Sánchez, su silencio en los debates de investidura dio vigor innecesario a las voces desafiantes y sobreactuadas de Aizpurua y Matute (Bildu), Rufián y Bassa (ERC). Se comprende que no les reprendiera, dada su situación mendicante y humillada. Pero debió, al menos, decirles que su representación de las cosas difería en mucho. No lo hizo, ni en mínima medida, y quedaron sin respuesta significativa las retadoras advertencias públicas que le formularon los voceros de Bildu y Esquerra, con cuyo permiso expreso, y muy condicional, ha alcanzado la jefatura del Gobierno. Ojalá ese silencio sonrojante no se traduzca en aquiescencia.
La obligada atención a la población más pobre, grave carga que pesa sobre España, será una bandera común para PSOE y UP. Está por ver que este Gobierno sepa remediar tanta pobreza, sin empeorarlo todo, porque la intención no basta. El límite en el esfuerzo habrá de marcarlo la nueva vicepresidenta Calviño, voz económica, ‘ad intra’ y ‘ad extra’, de un socio formal de la Unión Europea.
Pero asunto primordial es la unidad nacional. No existe el ‘derecho a decidir’. El respeto a las instituciones y símbolos constitucionales debe ser exigido terminantemente por Sánchez. Él es la única cabeza legal del Gobierno, por muchas vicepresidencias que cree. Sus socios han mantenido hasta hoy posturas merecedoras de grave reproche y la lenidad de Sánchez en esta sustantiva materia debe concluir pronto y nítidamente.