Por
  • Andrés García Inda

Líderes

Lo llamativo es que haya líderes que no cuenten ni con competencia técnica ni con claridad de ideas.
Lo llamativo es que haya líderes que no cuenten ni con competencia técnica ni con claridad de ideas.
HERALDO

Lo cuenta Willam Deresiewicz en ‘El rebaño excelente’: en las elecciones norteamericanas de noviembre de 1988 George Bush padre, vicepresidente con Ronald Reagan, compitió por la presidencia con el demócrata Michael Dukakis, gobernador de Massachusetts. Dukakis, licenciado en Derecho por la Universidad de Harvard y abogado de un importante despacho de Boston, se postuló a la presidencia como un profesional capacitado y competente, en consonancia con el ideal meritocrático del país. Y así se reivindicó ante la convención demócrata de Atlanta: "La cuestión central de esta elección no es la ideología -dijo Dukakis-, sino la competencia". Bush le respondió que "la competencia hace que el tren llegue a su hora, pero no sabe adónde se dirige", subrayando que las elecciones tienen que ver con las creencias y los principios, más que con los méritos profesionales. No sé si Dukakis estaba realmente tan capacitado, ni si Bush sabía cómo y adónde pilotar el país, pero lo cierto es que el vencedor de las elecciones fue el aspirante republicano, lo que serviría de consuelo a futuros candidatos de uno u otro signo político, confirmando lo evidente: si se lo propone, cualquiera puede llegar a lo más alto, por muy torpe o inepto que sea (y no estoy diciendo que Bush lo fuera).

Ambos candidatos representaban dos modelos distintos de liderazgo político. Para el modelo tecnocrático el mejor líder es el técnicamente mejor preparado. Experto por formación o por experiencia, el buen gobernante tiene que saber cómo funciona el tren para hacerlo llegar a su hora (y no se entendería que un maestro sea ministro de sanidad o que un astronauta lo sea de universidades). Para el modelo político, en cambio, el liderazgo no tiene que ver con la especialización, sino con las creencias y los principios que el líder es capaz de encarnar y transmitir; la calidad del mismo no tiene que ver con su cualificación técnica, sino con su aptitud para señalar una dirección y conducir un proyecto. La misión de un líder político es favorecer la confianza necesaria para hacer avanzar el país y para eso necesita dos cosas fundamentales: transparencia y visión. Lo que los ciudadanos esperan de sus líderes es compromiso, claridad, respeto, visión de futuro… 

Lo deseable -y lo normal, por así decirlo- es que ambos modelos se complementen: para ser un buen líder hace falta tanto una cosa como otra, en una u otra medida, porque es verdad que para que el tren llegue a su hora hay que saber adónde se dirige, pero lo más importante es que llegue, y difícilmente puede señalarse un objetivo sin tener en cuenta los medios para alcanzarlo. Sin la referencia a los principios el técnico se convierte en un burócrata sin alma que no hace sino alimentar una maquinaria sin destino; sin el conocimiento y la consideración de los medios el político se transmuta en un iluminado o un visionario, un alma sin cuerpo que a fuerza de hacer del deseo la medida de todas las cosas acaba por convertir los sueños del futuro en las pesadillas del presente. 

A lo largo de la historia ha habido ejemplos de líderes que reunían a la vez y en un alto grado ambas cualidades: capacitación técnica, de un lado, y transparencia y visión, de otro. Aunque lo habitual, seguramente, es que pequen más de una virtud que de otra. Lo llamativo, sin embargo, son aquellos casos en los que los líderes no reúnen ninguna de esas cualidades. Líderes que no solo carecen de una buena experiencia y formación técnicas (de quienes lo que se destaca a todas horas para resaltar su preparación es que saben inglés, algo que para una persona menor de treinta años hoy día es sinónimo de alfabetización básica), sino que a la vez adolecen de una grave incapacidad para comunicar una visión clara de adónde quieren llevarnos. Profetas de la transparencia convertidos en adalides de la opacidad, de quienes se desconoce el horizonte o los principios más allá de los tópicos al uso o las referencias a su propia existencia personal, en una especie de reencarnación posmoderna del modelo del Rey Sol: "El Estado, el horizonte, el proyecto… soy yo". Allá vamos, pues, hacia el abismo.

No cabe duda de que colectivamente tenemos los líderes que nos merecemos, pero como rezaba el Cantar del Mío Cid también lo contrario es verdad: qué buenos vasallos seríamos, si tuviésemos buen señor…

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza

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