Por
  • Luisa Miñana

A tiempo de parar

-FOTODELDIA- EPA917. MELBOURNE (AUSTRALIA), 20/12/2019.- Vista de amanecer este viernes en Melbourne (Australia). EFE/ David Crosling PROHIBIDO SU USO EN AUSTRALIA Y NUEVA ZELANDA Clima en Melbourne
La realidad del cambio climático es ya innegable.
David Crosling / Efe

Se cerró la COP25 después de 36 horas extras, debido a la falta de acuerdo entre los países para asumir compromisos claros y, sobre todo, inmediatos y eficaces. La única forma de concluir esta fracasada cumbre (no puede considerarse de otra manera consensuar sin más "la ambición climática y la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero") ha sido posponer hasta 2020 la presentación de nuevos compromisos concretos para la descarbonización y el descenso de emisiones de CO2.

Durante los días que duró la COP25 no dejé de sentir, como ciudadana, una enorme frustración, un gran enfado. Los científicos advierten que acabamos de superar las 415 partes por millón de CO2 en la atmósfera. Cuando comenzó la revolución industrial había menos de 250. Ya a comienzos del siglo XX, el químico Svante Arrhenius advirtió de los problemas que generaría la combustión industrial de fósiles. Sin embargo, en los años 60 habíamos alcanzado las 300 partes por millón, y hoy liberamos CO2 a la atmósfera del planeta 10 veces más rápido de lo que sucedió a finales del Pérmico, hace 250 millones de años, cuando se alcanzaron las 500 partes por millón y se extinguió el 96% de las especies existentes. Entonces, una corriente del magma terrestre se calentó anormalmente, ascendió hacia la superficie y quemó extensos depósitos de carbón y petróleo en lo que hoy es Siberia. No es la única vez en que la vida en la Tierra ha casi desaparecido a causa del aumento de las emisiones de CO2: fue también la causa de la extinción del 85% de las especies en el Devónico-Carbonífero, y de casi el 80% que desaparecieron en la extinción, hace 210 millones de años, del Triásico-Jurásico. 

Es decir, sabemos lo que ocurre, los científicos no se cansan de advertirnos. No parece creíble que ni los poderes políticos ni las grandes corporaciones económicas no alcancen a calibrar en su extrema gravedad la situación a la que pueden enfrentarse la humanidad y el planeta si no frenamos las emisiones. ¿Cómo es posible, pues, tanta incapacidad, tanto cinismo? Durante la COP25, no cesaron en los medios de comunicación los mensajes dirigidos a que los ciudadanos cambiemos nuestros hábitos de vida. En efecto, todos los habitantes humanos del planeta debemos obrar en consecuencia a la crisis climática. Pero, nuestras costumbres no las hemos inventado cada uno de nosotros; han sido producidas por las fórmulas de consumo progresivo y sin límite que el post-capitalismo necesita para sobrevivir, y en el que los humanos ya no somos sino meros instrumentos. Los científicos lo han dicho con claridad: el crecimiento económico desmedido y la demografía son la causa nuclear de la crisis climática, de la crisis planetaria.

Estos días pasados, cuando escuchaba uno de esos mensajes que interpelan directamente a cada ciudadano, no podía dejar de pensar que un cambio de hábito le supone a cada persona un claro sobreesfuerzo -y por ello más difícil de aceptar-, en tanto no se transformen de manera general las estrategias económicas, que son las que nos impiden disponer de tiempo para comprar alimentos más a corto plazo y cocinarlos día a día, las que no permiten sueldos suficientes para adquirir coches eléctricos (bastante más caros hoy por hoy), las que nos prefiere amontonados en ciudades, en las que los transportes públicos no funcionan bien, las que cambian cines y librerías por tiendas de ropa de bajo coste, etcétera. 

Sinceramente, creo que la gran mayoría de la población entiende lo que ocurre, y estamos dispuestos a colaborar para evitar el desastre. Sin embargo, el final de la COP25 ha revelado una clara brecha entre la gente y los poderosos. Sabemos que la Tierra es nuestro bien común, de toda la humanidad. Pero, como han recordado Eduardo Costas y Victoria López, catedráticos de Genética en la Universidad Complutense de Madrid, la historia guarda bastantes ejemplos de la denominada ‘tragedia de los bienes comunes’, esa situación suicida y homicida en la que algunos individuos, llevados por la ambición de maximizar el beneficio particular, terminan destruyendo un recurso común, aunque a ninguno de ellos les conviniera destruirlo. Necesito creer que estamos a tiempo de parar semejante locura.

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