Adviento
Hace unos meses, mientras esperaba acompañando a alguien en una sala de urgencias del hospital, jugaba en silencio a recordar algunos fragmentos de ‘El tiempo regalado’, libro de la escritora alemana Andrea Köhler que les recomiendo: "La antesala de la consulta es un preludio del infierno donde nos asamos juntos en el purgatorio de la incertidumbre", dice refiriéndose a esa demora infinita y desamparada que caracteriza a la experiencia de la sala de espera en un hospital. Por eso la virtud obligada de la paciencia es lo que caracteriza al paciente y en no menor medida, aunque de un modo distinto, a quienes le acompañan. El destino y la virtud de ambos es la inevitable y forzosa disposición a soportar la espera, porque esperar no solo es desear y aguardar algo –o a alguien– sino también, y muy a menudo, sobrellevar, aguantar o soportar su ausencia. Y allí, en la sala de espera, lo hacemos observándonos unos a otros, analizando minuciosamente las pequeñas transformaciones que el tiempo opera en cada uno de nosotros y en el espacio, contando los minutos o las baldosas como si fueran las cuentas de un rosario, en una especie de plegaria u oración laica rezada entre todos.
Al ponerme a escribir estas líneas hoy he recordado aquel momento y pienso que es la vida misma, en realidad, la que es como una gran sala de espera. En ella nos movemos y damos vueltas midiendo la distancia con nuestros pasos, o permanecemos quietos, sentados con el libro o el móvil entre las manos; hablamos o callamos, unos tratando de matar el tiempo y otros intentando así mantenerlo con vida o resucitarlo, sin saber muy bien –como escribe Köhler– si esperamos que algo ocurra o que algo deje de ocurrir. Algunos esperaban que el mes de septiembre no llegara nunca (o mejor dicho: que no llegara tan deprisa) y ya estamos en diciembre terminando el Adviento, esperando o desesperando porque enseguida llega Navidad. Vivimos esperando que algo pase o que algo deje de pasar: el amor y el dolor, el trabajo y el descanso, el éxito y el fracaso, el reconocimiento… O esperando a alguien; a alguien que nos escuche, nos acompañe y nos cure. A veces incluso no sabemos con certeza qué o a quién esperamos, pero seguimos dando vueltas en nuestra sala particular, contando las baldosas, soplando cuidadosamente las brasas de la imaginación y del deseo, soñando alguna profunda y radical transformación que lo cambiará todo… para volver nuevamente a esperar una vez atendida la consulta, cumplido el plazo.
Lo llamativo de nuestra sociedad y nuestro tiempo es que, curiosamente, se nos invita a pensar que todas nuestras expectativas están garantizadas, que cualquiera de nuestros deseos es legítimo y debe ser considerado y reconocido como derecho, que nuestras aspiraciones no deben ser aplazadas, que todas nuestras preguntas tienen que obtener respuesta y que nuestras exigencias deben ser atendidas instantáneamente, sin retraso alguno, porque cualquier dilación es una afrenta y el futuro ha de hacerse real ahora. Por eso somos pacientes con síndrome de impaciencia: pobladores de una enorme sala de espera en la que paradójicamente nadie quiere ni está dispuesto a esperar.
Pero en realidad es eso lo que nos define y nos constituye como humanos: más que lo que hacemos o no hacemos, somos lo que esperamos o desesperamos íntima y profundamente en nuestro corazón. Y la forma en la que esa esperanza se traduce en nuestra vida cotidiana y nos hace capaces de gestionar la incertidumbre, de aguardar –y aguantar– hasta que llegue nuestro incierto turno en la consulta, si es que llega: el encuentro, la noticia o la sorpresa. De hacerlo activa o pasivamente, esperanzada o desesperadamente, agradecidos o resentidos, narcisistas o solidarios… Solo espera quien ama, escribe Köhler; porque amar es esperar, podríamos añadir. Ya decía el sufí Rumi que se es lo que se busca. O como cantan los versos del poeta Hugo Mújica: cada ser humano tiene "la altura de su esperanza más lejana. La hondura de su sed. / El agua que espera. (La que deja correr, no en la que se refleja)".
Feliz Navidad.