Por
  • Andrés García Inda

Adviento

Una sala de espera del Miguel Servet, vacía.
"...es la vida misma, en realidad, la que es como una gran sala de espera".
HA

Hace unos meses, mientras esperaba acompañando a alguien en una sala de urgencias del hospital, jugaba en silencio a recordar algunos fragmentos de ‘El tiempo regalado’, libro de la escritora alemana Andrea Köhler que les recomiendo: "La antesala de la consulta es un preludio del infierno donde nos asamos juntos en el purgatorio de la incertidumbre", dice refiriéndose a esa demora infinita y desamparada que caracteriza a la experiencia de la sala de espera en un hospital. Por eso la virtud obligada de la paciencia es lo que caracteriza al paciente y en no menor medida, aunque de un modo distinto, a quienes le acompañan. El destino y la virtud de ambos es la inevitable y forzosa disposición a soportar la espera, porque esperar no solo es desear y aguardar algo –o a alguien– sino también, y muy a menudo, sobrellevar, aguantar o soportar su ausencia. Y allí, en la sala de espera, lo hacemos observándonos unos a otros, analizando minuciosamente las pequeñas transformaciones que el tiempo opera en cada uno de nosotros y en el espacio, contando los minutos o las baldosas como si fueran las cuentas de un rosario, en una especie de plegaria u oración laica rezada entre todos.

Al ponerme a escribir estas líneas hoy he recordado aquel momento y pienso que es la vida misma, en realidad, la que es como una gran sala de espera. En ella nos movemos y damos vueltas midiendo la distancia con nuestros pasos, o permanecemos quietos, sentados con el libro o el móvil entre las manos; hablamos o callamos, unos tratando de matar el tiempo y otros intentando así mantenerlo con vida o resucitarlo, sin saber muy bien –como escribe Köhler– si esperamos que algo ocurra o que algo deje de ocurrir. Algunos esperaban que el mes de septiembre no llegara nunca (o mejor dicho: que no llegara tan deprisa) y ya estamos en diciembre terminando el Adviento, esperando o desesperando porque enseguida llega Navidad. Vivimos esperando que algo pase o que algo deje de pasar: el amor y el dolor, el trabajo y el descanso, el éxito y el fracaso, el reconocimiento… O esperando a alguien; a alguien que nos escuche, nos acompañe y nos cure. A veces incluso no sabemos con certeza qué o a quién esperamos, pero seguimos dando vueltas en nuestra sala particular, contando las baldosas, soplando cuidadosamente las brasas de la imaginación y del deseo, soñando alguna profunda y radical transformación que lo cambiará todo… para volver nuevamente a esperar una vez atendida la consulta, cumplido el plazo.

Lo llamativo de nuestra sociedad y nuestro tiempo es que, curiosamente, se nos invita a pensar que todas nuestras expectativas están garantizadas, que cualquiera de nuestros deseos es legítimo y debe ser considerado y reconocido como derecho, que nuestras aspiraciones no deben ser aplazadas, que todas nuestras preguntas tienen que obtener respuesta y que nuestras exigencias deben ser atendidas instantáneamente, sin retraso alguno, porque cualquier dilación es una afrenta y el futuro ha de hacerse real ahora. Por eso somos pacientes con síndrome de impaciencia: pobladores de una enorme sala de espera en la que paradójicamente nadie quiere ni está dispuesto a esperar.

Pero en realidad es eso lo que nos define y nos constituye como humanos: más que lo que hacemos o no hacemos, somos lo que esperamos o desesperamos íntima y profundamente en nuestro corazón. Y la forma en la que esa esperanza se traduce en nuestra vida cotidiana y nos hace capaces de gestionar la incertidumbre, de aguardar –y aguantar– hasta que llegue nuestro incierto turno en la consulta, si es que llega: el encuentro, la noticia o la sorpresa. De hacerlo activa o pasivamente, esperanzada o desesperadamente, agradecidos o resentidos, narcisistas o solidarios… Solo espera quien ama, escribe Köhler; porque amar es esperar, podríamos añadir. Ya decía el sufí Rumi que se es lo que se busca. O como cantan los versos del poeta Hugo Mújica: cada ser humano tiene "la altura de su esperanza más lejana. La hondura de su sed. / El agua que espera. (La que deja correr, no en la que se refleja)".

Feliz Navidad.

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