Por
  • Luisa Miñana

Malditos

Una familia china con mascarilla por la fuerte contaminación.
Una familia china con mascarilla por la fuerte contaminación.
Reuters

En ‘El mundo sumergido’, la novela publicada por James Graham Ballard en 1962, los océanos han inundado la mayor parte de las tierras continentales en un planeta inhabitable para una humanidad diezmada, que se concentra en el norte. En el resto, donde no ha llegado el agua, prolifera una vegetación propia del Triásico, a causa de las elevadas temperaturas y la humedad. A través de imágenes casi hipnóticas, el lector percibe que la sobrevivencia de la Tierra proviene de su propia condición de sistema físico natural (anticipando de alguna forma la teoría de Gaia). En 2018, un equipo dirigido por C. M. Lowery publica en la revista ‘Nature’ un estudio que afirma que, tras el impacto del asteroide que acabó con los dinosaurios y un 75% de las especies terrícolas, la vida resurgió en el mismo cráter apenas diez años después, aunque el ecosistema que se generó fue muy diferente.

Escucho estos días en una emisora de radio a Víctor Manuel Cruz, doctor en Sismología en la UNAM, afirmar que no hay desastres naturales, pues en realidad son catástrofes sociales. Olvidamos este extremo muchas veces al hablar del cambio climático. El terrible daño que le estamos haciendo a la Tierra será apocalíptico si no nos detenemos, si no cambiamos los paradigmas. Lo será para nosotros, los humanos. Tienen razón los jóvenes, nuestros hijos: como el terrible dios Saturno, somos caníbales de su futuro. Quizás la Tierra no nos echará de menos si no conseguimos subsistir. Pero, antes, nuestros hijos nos maldecirán.

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