Zaragoza, la ciudad de las palomas

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Las palomas pueden causar daños en monumentos históricos.
José Miguel Marco

Desde el relato bíblico del diluvio universal, la paloma ha disfrutado de un estatus preferente en el imaginario colectivo y ha llegado a convertirse en un símbolo universal de la paz. Habrá que agradecérselo al autor o autores del Génesis, y a quien los inspirase. Porque, andando los siglos y los milenios, los humanos nos las hemos arreglado nosotros solitos para producir abundantes símbolos de división y confrontación, pero no estamos sobrados de los que, como la paloma, puedan unir a gentes de todas las razas y de todos los credos en torno a un ideal virtuoso. Ahora bien, a pesar de todo eso, hay que reconocer que las palomas reales, las de carne y hueso, no las dibujadas por Picasso, pueden constituir en las ciudades una auténtica plaga. Proliferan rápidamente, son molestas, generan suciedad y causan daños en edificios públicos y privados, de manera que es perfectamente lógico que se pongan medios eficaces para limitar sus poblaciones urbanas. Seguro que miles de zaragozanos valorarán favorablemente que el Ayuntamiento haya iniciado de nuevo, como ya ocurría hace algunos años, la caza de palomas al objeto de disminuir su número. No se trata de exterminarlas, sino de evitar que Zaragoza se convierta en algo parecido a aquella inquietante ‘Ciudad de las palomas’ que Javier Tomeo describió en una de sus mejores novelas.

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