Por
  • Luisa Miñana

Contra el ‘Cuento de la criada’

soc
Concentración en Zaragoza contra la violencia de género.
Francisco Jiménez

El Instituto Aragonés de la Mujer hizo públicos, el pasado 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, sus datos correspondientes a 2019, hasta el mes de septiembre: casi 1.400 mujeres atendidas, y de ellas un 83% lo fueron por motivo de violencia machista. Según la ONU, los estudios nacionales demuestran que hasta el 70% de las mujeres en el mundo han sufrido, en algún momento de su vida, violencia física o sexual por parte de un compañero sentimental, y un 35% la han sufrido por alguien distinto al compañero. También según la ONU, se estima que más del 50% de las 87.000 mujeres que fueron asesinadas a nivel mundial en 2017, perecieron a manos de sus parejas o personas de su entorno familiar. Las cifras globales ayudan bien a desmentir la distorsión que sobre la dimensión y gravedad de esta lacra se está intentando reintroducir desde hace un tiempo por parte de algunas organizaciones sociales y políticas, no solo en España, coincidiendo con el cuestionamiento que las mismas realizan de los valores de igualdad y solidaridad, que han sustentando el Estado del bienestar europeo, las democracias occidentales, durante las décadas de mayor progreso económico y social de la historia.

La violencia física y sexual sobre las mujeres es la herencia extrema y evidente que aún conservamos de todos los sistemas sociales que, históricamente, han hecho pivotar una parte muy importante de su construcción sobre el sometimiento de las mujeres: procreadoras sin capacidad de decisión sobre su cuerpo, mano de obra gratuita en el hogar y en las economías familiares, o mal remuneradas en el trabajo por cuenta ajena, privadas de derechos jurídicos que las respalden para poder exigir cambios en su situación, obligadas al débito conyugal, a la fidelidad en igual medida que a la tolerancia con la libre acción sexual de su ‘compañero’… Son hechos normales y normalizados no hace tanto tiempo. Incluso a los sistemas democráticos les ha costado, les cuesta, desmontar esta injusta y humillante estructura económica, ideológica y cultural tan rentable y cómoda para las fórmulas tradicionales de poder, para el patriarcado.

La violencia de género es violencia de género. Es una violencia sistémica compuesta de muchas violencias sobre las mujeres. El maltrato físico y las agresiones sexuales no existen aisladamente, no son en general cuestiones de íntima índole familiar ni meros comportamientos criminales de raíz emocional. 

La intención de quienes ahora pretenden recuperar antiguas formas de nombrar a las cosas va claramente más allá de un cambio de nombre. Renombrar un hecho es la manera de comenzar a cambiar su percepción y finalmente de trastocar su entidad e identificación. Negar el alcance social de la violencia de género es, por ende, comenzar a desandar hacia atrás el camino del progreso social y político. Negar la necesidad de leyes que combatan la violencia contra las mujeres, como hacen insistentemente algunas organizaciones políticas y sociales, para que vaya calando un mensaje de desconfianza y división, es comenzar a cuestionar la validez del sistema democrático que ha hecho posible concebir entre todos esas leyes y promulgarlas como bien común.

Defender a las mujeres, porque somos seres humanos libres y dignos (perdón por la insistencia en la evidencia, a veces se hace precisa), pero también porque somos sujetos de derechos sociales es ya, en estos momentos, defender el futuro de la democracia. No hacerlo o mantener posturas diletantes y tibias con quienes no lo hacen puede llevarnos, no nos engañemos, a escribir un nuevo ‘Cuento de la Criada’.

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