Por
  • J. L. Rodríguez García

Berlín

Flores en el memorial del Muro de Berlín.
Flores en el memorial del Muro de Berlín.
Friedemann Vogel / Efe

Hay generaciones muy afortunadas: tienen su memoria tan repleta de resplandores que deslumbra. La mía, la de quienes ya comenzamos a sentir la zozobra, parece afortunada: enero (y aquella Cuba), abril (Portugal), mayo (París), aluvión de imágenes que sorprenderían a las generaciones que han de transformar el mundo -ya sé, es muy difícil establecer límites generacionales, y ni lo intentaré después de los esfuerzos baldíos de Ortega o Rawls-.

Pero si hay algún mes que merezca la corona de la admiración es noviembre, porque en un muy lejano 1989 se vino abajo el muro de Berlín abriéndose paso a la extinción del oprobioso ‘socialismo real’. Podemos ya lamentarnos de lo que significaron aquellos años de masacre continuada: los textos de Schulze, Nooteboom, Ch. Wolf o Tellkamp -acaso este sea el más sugerente- y filmes como ‘Héroes como nosotros’, el irónico ‘Good by, Lenin’ o ‘La vida de los otros’ ilustran la ferocidad de aquellos años berlineses.

Lo que echo en falta en los testimonios es, sin embargo, una reflexión fría sobre lo que me parece la consecuencia más catastrófica de la situación: la conversión de unos y otros en espías de sus vecinos, de sus familiares, de sus amantes. Así se consiguió la deshumanización de la sociedad convirtiendo la delación y el miedo en el auténtico motor social de un monstruo agonizante. El Estado no estaba representado por Honecker, ni mucho menos, el Estado era la Stasi y acaso jamás sepamos qué ciudadano no era un policía metido en nuestra cama.

J. L. Rodríguez es catedrático de Filosofía (Unizar)

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