Por
  • Isabel Soria

Artax

Un fotograma de 'La historia interminable'
Atreyu con Fújur.
HA

Si hubo un libro que me impactó de niña fue ‘La Historia Interminable’. Maravilloso libro impreso en tintas de diferente color, que se alternaban en función del universo en el que se desarrollaba la historia. La tinta era verde si estabas en fantasía o roja, si acompañabas a Bastian. Mi madre nos leyó el libro a mi hermano y a mí, y esperábamos con avidez cada pasaje.

Después, salió la película, que recuerdo haber visto en el cine en la fila 1 o 2 en Navidad. Y la película, a pesar de su espectacular banda sonora, me dejó un poco ni fu ni fa. Todos los protagonistas no humanos no acabaron de convencerme. Esa especie de teleñecos –peluches animados, animatronic arrobotados– no me hacían gracia y menos aún las mezclas de Fragel con la estética de los universos célticos –gnomos, duendes con gorros larguísimos y viejos viejísimos y con verrugas–. Los efectos especiales estaban todavía en pañales. El dragón, el bueno de Fújur, era de todo menos un dragón. Era como una mezcla de varias razas de perros con los miembros superpuestos, aunque volar, volaba.

Sin embargo, reconozco que hay una escena de la película que se me quedó para siempre grabada y es cuando Artax, el caballo de Atreyu, se queda varado en medio de una ciénaga negra y su dueño tira e intenta disuadir al cabezón caballo y le dice: que la tristeza no invada tu corazón, ¡Artax, tienes que salir! Y cuando la ciénaga ya lo había absorbido, todos los niños que estábamos en el cine tiramos de Artax, que acabó saliendo del barrizal negro. Por los pelos, eso sí. Esa noche soñamos con la emperatriz infantil.

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