Por
  • Pedro Rújula

Emoción

La aburrida normalidad de la democracia parece preferible a las emociones de los tiempos políticamente convulsos.
Emociones
HA

En los últimos días han coincidido en las páginas de los periódicos los ecos de las protestas por la sentencia a los políticos catalanes impulsores del ‘procés’ y la noticia de la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos. Tal vez puedan parecer dos hechos sin ninguna conexión, pero no es del todo cierto. Ambos comparten el común denominador de estar siendo gestionados a favor de los sentimientos, invocando la subjetividad de la emoción, la complacencia ante el prejuicio y la identidad de los que se saben de acuerdo. Excitar este juego de convicciones da mucho poder a los líderes políticos y sociales, de eso no hay duda. Pero tampoco de que esta es una de las mejores formas de que la inteligencia política desaparezca de la escena.

Jugar con las emociones de los ciudadanos otorga a los dirigentes tal control sobre la situación, que la tentación de tirar de estas emociones y dejar a un lado la racionalidad como patrón de entendimiento, frecuentemente, es demasiado grande como para que puedan resistirse. Lo peor es que la política quede reducida a esto, a un permanente juego de pasiones enfrentadas que fideliza las cohortes de seguidores sin entregarles la posibilidad de entender lo que está sucediendo. Tal vez a esto es a lo que se refiere Matthew d’Ancona cuando afirma que la política, en la era de la posverdad, es la consagración "del triunfo de lo visceral sobre lo racional, de lo engañosamente simple sobre lo honestamente complicado".

Pedro Rújula es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza

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