Instalarse en el desengaño

Las ilusiones conducen muchas veces al desengaño.
Las ilusiones conducen muchas veces al desengaño.
HERALDO

Dice el refrán que quien espera desespera. Cuando se aspira a conseguir lo que no está seguro, las penas y preocupaciones se multiplican. La frase sugiere que esperar y desesperarse, que esperanza y desesperanza están irremediablemente unidas. Son como la cara y la cruz de una misma moneda. Cualquiera tiene su propia lista, a modo de conjunto de aspiraciones no garantizadas, frágiles e inciertas que forman la colección personal de deseos e ilusiones. El refrán muestra la ambivalencia de lo que está en juego. Por un lado, las causas de ansiedad, dolor, estrés. Por otro, la fuente y motor de la vida cotidiana. La tensión entre lo que se quiere conseguir y lo que no llega provoca, en más de una ocasión, sufrimiento y pesadumbre. Parece, entonces, que cuanto más se quiere alcanzar, mayores son las probabilidades de fracasar. 

¿Esto es una manera de castrar los deseos? ¿O será más bien una forma de educarlos? Cada quien ha de meditar su respuesta. En ella interviene necesariamente el carácter personal y la atmósfera simbólica de valores y códigos socialmente compartidos. Por eso, ante esa falsa dicotomía, no hay una única forma de responder. Porque no está en juego solo castrar o educar. Es algo más. Y va más allá de los condicionamientos de cada tiempo histórico, pues siempre queda en manos de la propia voluntad leer y sentir las circunstancias. Estamos obligados a interpretar lo que vivimos. Los hechos no están sueltos por ahí, siempre tienen una carga que añadimos cuando los contamos. Como al conjugar los verbos esperar y desear.

Esto nos acerca al camino del Buda donde la cuestión del deseo se hace central en lo que llaman sus Cuatro Nobles Verdades. El budismo como religión de religiones adopta una posición seductora a la hora de dar sentido a los problemas de la vida. Gestiona el malestar, desde su causa y extinción, hasta llegar al nirvana como estado de perfección. Organiza los estados mentales, por tanto, los deseos y las desesperanzas. Aporta una buena dosis de sabiduría ancestral. Y dentro de sus límites, desde esa perspectiva, cabe reescribir el viejo dicho y sustituirlo por una versión casi equivalente: ‘cuando nada se espera, nada desespera’. Pero pese a este giro en el decir, seguiríamos sin entrar en el corazón del asunto, en el fondo de la fuente de los deseos y sus efectos en la vida diaria. 

Si la ilusión es una manera de entender las raíces de lo que está por hacer, el desengaño es uno de sus contrafuertes. Esto es, el desengaño sirve como un refuerzo que sujeta la voluntad y aporta estabilidad emocional ante las adversidades. El desengaño sirve tanto para salir del error, como para superar las falsas apariencias. Cuando tomo conciencia plena de lo que vivo, de lo que deseo y de lo que no consigo, comienzo a saltar a otro plano de conocimiento: nada está en mis manos, aunque he de hacer todo aquello que dependa de mí. 

Paradójicamente, puedo, incluso cuando nada tengo. Puedo, mientras respiro. Puedo, mientras estoy vivo. Puedo, aunque sea incapaz. Puedo, sin poder. Y más puedo cuando me instalo en el desengaño. Puedo más, cuando no espero nada y lo deseo todo. Puedo borrar ilusiones para ilusionarme mejor. Puedo cuando descubro que necesito del deseo, de la esperanza y de la ilusión para poder seguir vivo. Pero este poder no conduce a la senda de la complacencia y de la ‘felicidad del chancho’, regodeándose en el lodazal. Al contrario, lleva a reconocer que al aspirar a más, a lo mejor, a lo mayor e inalcanzable, las alas de la voluntad se llenan de la energía que permite volar sobre los fracasos, los errores y las lágrimas de cada día. Es una manera de entender que no es solo mi voluntad y mi esfuerzo particular la clave que da sentido a lo que hago. Está en lo más íntimo de mi intimidad, pero me lleva a transcender mi ego para descubrir que no soy dueño absoluto de mi vida, ni radical propietario de mi destino. Por eso, instalarse en el desengaño es el primer paso para no estar satisfecho con lo que nos rodea, con lo que ya está ahí y existe. Después, en un segundo momento, sin esperar nada de nadie, queda un mundo por hacer llenándolo de belleza y felicidad.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza

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