La bolsita de té
Al George Orwell que escribió ‘Una buena taza de té’, un artículo periodístico de 1946, esta columna le parecería un desatino. Y al escritor orientalista japonés Kakuzo Okakura, un sacrilegio. Su obra ‘El libro del té’, de 1906, recién traducida al español, trata del carácter sagrado de un producto que, originario de China, se había extendido por Asia mucho antes de que los portugueses lo importaran de la India, al final del siglo XV.
Hoy, el té se disputa con el café el segundo lugar entre las bebidas más consumidas del mundo, por detrás del agua. A partir de la segunda mitad del siglo XX, en tal difusión intervino decisivamente la bolsita de té. El comerciante neoyorquino Thomas Sullivan la inventó, hecha inicialmente de seda, con el fin de enviar muestras a sus clientes, pero estos la usaron para preparar la infusión. Dos décadas después se popularizó en Estados Unidos, en formato de papel. En Europa, la bolsita se impuso a la tetera durante los años cincuenta. En los sesenta, su impacto fue global.
Si Orwell reviviera y actualizara aquel texto de 1946, mal que le pesara, tendría que aludir al uso de la bolsita de té. Por otra parte, inspirándome en la concepción trascendente de Okakura, creo que dicho uso trasluce algo del espíritu de una persona. Así, estrangular la bolsita con su propio hilo, aplastándola contra la cucharilla, muestra un ansia gananciosa que, además de desvirtuar las propiedades del té, daña la delicada bolsita. Esta, que es de por sí codiciada por un coleccionismo exquisito, también sirve de soporte de preciosas obras artísticas, tanto pictóricas, como de papiroflexia.
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