Por
  • Andrés García Inda

De citas y plagios

Hay quien prefiere la vanidad del plagio antes que la humildad de la cita.
Hay quien prefiere la vanidad del plagio antes que la humildad de la cita.
HERALDO

Dicen algunos de mis lectores críticos (todos lo son, los tres o cuatro que tengo) que en estos artículos incluyo a menudo demasiadas menciones a otros autores. Que cito demasiado, vamos. Seguramente es verdad y la cuestión es si mi práctica es realmente excesiva o tiene justificación de método. Si pudiera hacerlo, para excusarme con éxito traería en mi auxilio las razones y las palabras esgrimidas por el articulista Enrique García- Máiquez que, sintiéndose acusado de algo parecido, ha escrito sobre este asunto con la autoridad y la gracia del poeta, de la que yo carezco. Pero para defenderme correctamente hoy me he propuesto evitar la referencia expresa a textos de otros autores, por lo que corro el riesgo de caer en plagio, que es la práctica de la cita sin citar, haciendo pasar por propio lo ajeno.

Mis críticos piensan, con razón, que además de sincopar y estorbar el discurso y la lectura, un exceso de citas puede parecer al lector un abuso del argumento de autoridad (o ‘ab exemplo’) y una falta de pensamiento propio. Y digo que tienen razón en ello pero no sé si es motivo o argumento suficiente para dejar de citar, porque me pregunto si realmente existe algo así como un pensamiento original o propio; si en realidad el pensamiento auténtico no es siempre ajeno o, mejor dicho, compartido. Si así fuera la diferencia no estaría entonces entre quien tiene un pensamiento propio y quien no lo tiene, sino entre quien sabe y reconoce cuáles son sus fuentes -o algunas de ellas, al menos- y las refiere, y quien no lo sabe o deja de hacerlo. Como suele decirse, lo que no es tradición es plagio (que aunque creo que es un aforismo de Eugenio D’Ors ha adquirido suficiente entidad como idea o lugar común para poder ser aquí reproducida sin necesidad de cita), es decir, copia o reproducción sustancial de lo que otros dicen presentándolo como propio y presumiendo así -en el doble sentido que el término presunción tiene en nuestra lengua: como suposición y como orgullo- como nueva y particular la invención o el descubrimiento que otros hicieron.

En ocasiones puede que el plagio sea inconsciente, bien sea por despiste o por desconocimiento, lo que según el grado de cuidado y atención exigible a su autor podríamos considerar una agravante del crimen estético en lugar de una eximente o una atenuante del reproche moral. En otras en cambio es consciente, sea por vanidad o por miedo. Una forma de disfrazar el plagio es el parafraseo, cuando se dice con otras palabras lo que otros dijeron, lo que no siempre es posible, ya que no todo es parafraseable (no lo es la poesía y esto también lo dijo a su manera algún poeta, pero como me he propuesto no citar, diré que no recuerdo quién). Pero en cualquier caso el parafraseo sigue siendo una forma de esconder el necesario reconocimiento. Por eso, la forma inevitable es la cita o el reconocimiento expreso, sincero y humilde, de la deuda contraída. 

Hay quienes sin embargo temen que eso convertirá su discurso en una ‘almazuela’ -que es una bellísima y vieja palabra que antes nombraba lo que ahora habitualmente se llama ‘patchwork’: el tejido hecho uniendo pequeños retales-. Y tal vez por eso lo evitan, quizá porque piensan que es una práctica vulgar, impropia de un pensador original, y por eso prefieren el plagio directo o indirecto, práctica extendida en un país donde se desprecia la humildad del ‘ars nesciendi’ (el arte de no saber) y se encumbra la soberbia del sabelotodo, hasta el punto de que parece haberse convertido en una práctica impune de la que pueden presumir -en el doble sentido mencionado: de suposición y orgullo- algunas de las más altas magistraturas del Estado.

De todas formas, incluso citando hay quienes para afirmar su propia autoridad y conocimiento pueden seguir empeñados en hacer pasar por propio lo ajeno o lo común. Tuve, por ejemplo, la suerte de escuchar y conocer personalmente -y de aprender de él- a un ilustre y famoso profesor que cuando citaba a los autores clásicos al fundamentar sus propias tesis, en lugar del humilde y habitual "como dice Kant…", decía con un tono más bien soberbio y pomposo, pero sincero: "Kant piensa, como yo…".

Andrés García Inda es profesor de la Universidad de Zaragoza

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