Política de ‘mente-captus’
En el acto I, escena II, de ‘Julio César’, el artero y envidioso Casio trata de convencer al noble Bruto de que hay que asesinar a César. Y le dice: "Los hombres, en algunos momentos, son dueños de su destino. La culpa (de no cumplir el destino deseado) no está en las estrellas (o en la suerte o la fortuna caprichosa) sino en nuestros defectos y vicios que nos hacen pensar que somos inferiores". No hay diferencia alguna de excelencia entre César y Bruto, viene a decir Casio. Efectivamente, como tampoco la hay en la respectiva oposición entre sus propios intereses respecto al interés supremo: Roma. César es todo ego mesiánico y ambicioso. Bruto es menos soberbio, pero también pone los privilegios de su casta (a la que pertenece Casio) por encima del bien de una Roma integrada por una manipulable y empobrecida plebe a la que le da igual si la domina un emperador o una clase minoritaria de poderosos, que sustentan al ejército.
Salvemos las grandes distancias entre la Roma de Julio César y la España democrática del siglo XXI, no se trata de comparaciones extemporáneas, sino de una propuesta lúdica de pensamiento crítico.
César rechazó por tres veces -el número de nuestras elecciones- la corona imperial que le ofrecieron el Senado y el pueblo romanos; cree que ese gesto convencerá a su poderosa oposición de nobles ambiciosos, entre ellos Casio y Bruto, de que les conviene secundar sus planes o tendrán al pueblo y a parte del Senado en su contra. César quiere el poder absoluto, pero no cuenta con el recurso de esa oposición a la espada de Damocles (el tajo que corta el nudo gordiano) que hará caer su cabeza. Eso es historia pasada por la magia de Shakespeare.
En España, César-Sánchez se empeña en ignorar las lecciones de las tres consultas anteriores y se dirige empecinadamente a una cuarta. Por supuesto que aquí acaba la metáfora histórico-literaria. Ahora pasemos a la lectura filosófica: la política, señores diputados del Gobierno y la oposición, sigue sus propias reglas y en algún caso son semejantes al arte del boxeo: si os dan un fuerte golpe en la barriga, lo más seguro es que a continuación os den otro en la mandíbula, camino directo al k.o.
El pueblo español, esos votantes desengañados e irritados, puede percatarse de pronto de que podría adoptar aquella postura que Bertolt Brecht definió en ocasión tan perpleja como la nuestra: "No aceptes lo habitual como cosa natural. Porque en tiempos de desorden, de confusión organizada, de humanidad deshumanizada, nada debería parecer natural. Nada debe parecer imposible de cambiar".
Quizá nuestro pueblo decida con alarmante unanimidad -los instrumentos digitales lo permiten- que estos políticos deben irse a casa, que se debe gestionar un gobierno de unidad nacional y afrontar lo que ocurre como una excepción política que requiere medidas tajantes. Séneca lo dijo y es cosa verdadera: "No es que no nos atrevamos a emprender ciertas cosas porque sean difíciles, sino que son difíciles porque no nos atrevemos a emprenderlas".
Hasta el momento, las espadas siguen en alto. Es como una foto fija que se va repitiendo a través de los años, desde diciembre de 2015. Desde entonces se está siguiendo una política de ‘mente-captus’, frase latina que designa a mentes limitadas, captadas, cerradas ante las circunstancias, los intereses de casta y partido, el reparto de sillones, prebendas y demás privilegios del poder.
¿No ven ustedes ciertos ecos reiterativos de situaciones históricas nefastas muy conocidas, resonando en la que nos depara una clase política de ‘mente-captus’?
Alberto Díaz Rueda es escritor