Por
  • Julio José Ordovás

Niños aburridos

Los niños de pueblo casi nunca se aburren.
Los niños de pueblo casi nunca se aburren.
Laura Uranga

Había caído ya la última tormenta de agosto pero todavía no estábamos preparados, psicológicamente, para cambiarnos de pantalones y asumir la llegada del fastidioso septiembre. Apurábamos el verano como las bolsas de Triskys, sin dejar ni una miga en el plástico. Aquella tarde no teníamos planes. Después de merendar, Fran nos había dicho que el cuerpo de Walt Disney, tras su muerte, permanecía congelado a muchos grados bajo cero y habíamos estado discutiendo sobre la posibilidad o imposibilidad de que pudiera volver en un futuro a la vida. Si Jesucristo había resucitado, ¿por qué no podía resucitar Disney, que además era multimillonario? Porque él no era hijo de Dios, sentenció Raúl, que, como era el que llevaba más años ejerciendo de monaguillo, se consideraba una autoridad teológica. Renunciamos a seguir discutiendo sobre ciencia y teología cuando vimos a Javi sentado en el suelo, con la cabeza hundida entre los brazos. ¿Qué te pasa?, le preguntó Fran. Nada, que me aburro, dijo Javi con un hilo de voz. Todos lo miramos con perplejidad. Era la primera vez que oíamos a alguien decir que se aburría y no sabíamos qué hacer para ayudarlo. 

Sartre dice en ‘Las palabras’ que él era un niño mimado y que por eso se aburría como los reyes y como los perros. Yo pensé que si Javi se aburría era porque era un chico de ciudad. Los chicos de pueblo desconocíamos el aburrimiento. Siempre había un árbol al que trepar, un camino en el que perderse, una pelea a la que sumarse, un gato al que perseguir. ¿Cómo podía uno aburrirse habiendo tantos misterios por explorar?

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