Por
  • Sergio Royo

Maestro de ceremonias

Quisiéramos ser maestros de ceremonias incluso en bodas a las que no nos han invitado.
Quisiéramos ser maestros de ceremonias incluso en bodas a las que no nos han invitado.
María Torres-Solanot / HERALDO

Llega de repente esa edad en la que una de tus mejores amigas te pide cosas algo extrañas, como por ejemplo que seas el maestro de ceremonias en su boda. Llega de repente y sin esperarla esa edad en la que tus compañeros de colegio se van casando, van siendo padres, trabajan muy lejos o no trabajan, y te das cuenta del hecho arbitrario pero inevitable: te has hecho mayor. 

Sucede poco después de que recuerdes el color de tu aula en bachillerato o revivas tu primer día en la universidad. Simplemente sucede, tu mejor amiga se casa y tienes que dirigir la ceremonia: 240 personas están pendientes de tus palabras. Sales del paso lo mejor que puedes, porque crees de verdad en el amor, porque crees de verdad en su amor, porque en la mirada de los novios está presente esa emoción que le da sentido a la vida. Hay algo en ti, sin embargo, que te hace revivir conversaciones de adolescencia con esa persona que se está casando sobre el libro de lectura de francés, sus primeros amores, no sé, incluso esa conversación en la que te contó que estaba conociendo a su recién estrenado marido. Ha pasado tanto tiempo y tú no te has dado cuenta.

La ceremonia va bien, los invitados te felicitan y gracias a una gran organización pasas un día difícil de olvidar. Es bonito celebrar el amor; de hecho es de lo más bonito que existe. Y tal vez tan sólo queramos eso, ser maestros de ceremonias en una celebración constante, tener preparado el discurso, que haya alguien que escuche. Incluso y por qué no, soñar con ser maestros de ceremonias en bodas a las que jamás nos han invitado y alimentarnos de todas esas historias que todavía no nos han encontrado. 

Sergio Royo es escritor

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