Por
  • Julio José Ordovás

Hermosa desolación

El Pueblo Viejo de Belchite puede recorrerse también en visita guiada nocturna. En la imagen, el Arco de la Villa.
El Pueblo Viejo de Belchite 
Simón Aranda

Cae el sol. Sin piedad. Encarnizadamente. Bajo un cielo siempre dramático hay placas solares, antenas de telefonía móvil, torres de electricidad, torres mudéjares, peirones, granjas de cerdos, granjas abandonadas, piscinas de purines, casas hundidas o semihundidas, ruinas iberas, ruinas romanas, ruinas árabes, ruinas sobre ruinas, monumentos a los caídos por Dios y por la Patria, anuncios de tiendas y restaurantes que ya no existen, ríos secos o medio secos, árboles cargados de solemnidad, árboles desvalidos, viñas centenarias, campos abrasados, baldíos y más baldíos, flores diminutas pero fragantes esmaltando las cunetas, bandadas de pájaros que buscan cobijo y no encuentran más que desamparo, metafísicas estaciones de tren sin trenes, las tapias altas y encaladas de los cementerios, clubs y discotecas en las que beben y bailan los fantasmas de las carreteras, vehículos que se pierden entre nubes de desolación, buitres que sobrevuelan la nada, carreteras con más peligros que el camino del infierno, caminos que ya no llevan a ninguna parte y llanuras bélicas y ascéticas por las que cruza, errante, la sombra de José Antonio Labordeta.

Estoy en Belchite, en el Mojón del Lobo, pensando que nunca fue tan hermosa la desolación. Me siento como si hubiera salido de la cárcel y hubiera llegado, por mi propio pie, al centro de la tierra. El sol ciega el paisaje con sus reverberaciones, extendiendo sobre él un silencio de muerte. No hay que olvidar que a veces los demonios ayudan. Pero hay que ir con cuidado porque a veces pueden ayudarte a llegar al infierno.

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