Por
  • Andrés García Inda

Lecturas de verano

Huescomic 2016. Huesca. 10/09/2016. Foto de Javier Broto
El libro es quizá el fruto más importante de la civilización.
Javier Broto / HERALDO

No está claro quién inventó la frase que dice que el fascismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando. De hecho circulan por ahí diversas variantes de la misma, en las que en lugar de fascismo o nacionalismo se alude al carlismo o al racismo, y se pone en boca de autores como Baroja o Unamuno. Aunque seguramente ambos autores las firmarían todas, y el sentido de las mismas no cambia: leer y viajar constituirían recetas frente a cualquier forma de narcisismo o de sectarismo fanático, lo cual no deja de ser redundante, digo, tanto adjetivar como fanático al sectarismo, como la recomendación de leer y viajar. Al fin y al cabo, si esas actividades pueden ser remedio para nuestro ensimismamiento es en tanto en cuanto nos permitan salir de nosotros mismos, ponernos frente a un espejo e incluso vivir otras vidas. De un modo u otro nos convierten en extranjeros, nos revelan nuestra provisionalidad constitutiva y nos empujan a la intemperie. Hacen así real y cotidiano el mandato bíblico de Dios a Abraham con el que comenzó la historia: «Sal de tu tierra» (Gn 12, 1). Y esa «vida como forasteros» (sobre todo en nuestra propia patria) es, como decían los Padres del desierto, una de las condiciones necesarias para la humildad. Aunque paradójicamente el destino final sea llegar a casa, o al origen, como en el Éxodo o en la Odisea, pero siempre después de una profunda transformación y aprendizaje.

De ahí la relación entre la literatura y la ética, o entre la justicia y la poética. Pero también sabemos que no toda poética contribuye a la justicia. Leer puede ser una forma de viajar y viajar una manera de leer. En los dos casos una forma de encuentro y de aprender a ponerse en el lugar del otro. O en ambos casos ninguna de las dos cosas. Porque acumular información, destinos o puntos de vuelo también puede ser una vía para alimentar la egolatría y el encastillamiento. Si viajar curara en nuestro tiempo los políticos serían las personas más sanas -moralmente hablando- de la tierra. Y en cuanto a la lectura, un libro puede ser una ventana a la verdad o un trampolín al vertedero. Por eso, no es cierto que la lectura sea automáticamente un remedio contra el fanatismo, y aun puede convertirse en una vía para alimentarlo. 

El verano, se dice, es tiempo de lectura (y de viajar). Y los libros, quizás el fruto más importante de la civilización, se convierten en compañeros inseparables en la playa o la montaña. Porque no basta con la excursión o el paisaje exterior, sabemos, y se hace necesario profundizar en la aventura interior. Como si fuera un alimento, una buena lectura suple una mala jornada y complementa la buena. El poeta Christian Bobin dice que los libros son la segunda residencia del alma, claustros de papel por los que pasear, o una de las dos formas de visitar el paraíso (la otra, añade, es ayudar a alguien). Y desde el Renacimiento las bibliotecas se consideraron como un jardín en el que descansar o encontrar cura y refugio.

Un buen libro es un encuentro o una conversación que nos permite hablar con los ausentes y oír a los muertos. Pero los verdaderos libros no solo nos hablan, sino que también nos escuchan; lo más importante de ellos no son las palabras y la historia que nos cuentan, sino el silencio que provocan y que nos dejan, porque, como escribe José Jiménez Lozano, "todas las cosas que se aprenden producen silencio mientras se adentran en el ánima". Y en esa conmoción radica la verdad de la historia que nos cuentan, aunque sea como llamaradas fugaces pero intensas, como amores de verano que nunca se olvidan. 

En sus ‘Cuentos jasídicos’ recordaba Martin Buber la siguiente historia: "Mi abuelo era cojo. Una vez le pidieron que contase una historia de su maestro. Contó entonces cómo el santo Baalshem solía saltar y bailar mientras rezaba. Mi abuelo se levantó y siguió contando la historia, y el relato lo entusiasmó tanto que tuvo necesidad de mostrar saltando y bailando lo que hacía su santo maestro. Y entonces se curó de su cojera. Así hay que contar las historias". Y así hay que leerlas.

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza

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