Aranda y Aragón

Monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca.
Monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca.
Christian Peribáñez

Tres siglos después de su nacimiento en 1719, merece la pena rememorar algunas herencias vivas en Aragón debidas a la tenaz laboriosidad del X conde de Aranda. En cabeza, el Canal de Aragón, obra difícil, cara, empeñosa e inteligente, encomendada a su primo Ramón Pignatelli. Sus mejoras en la concepción de la agricultura incluyeron experimentación con nuevas simientes de plantas textiles, saneamiento de tierras, mejoras en riegos, protección social a sus dependientes y una peculiar mercadotecnia que le impulsó a enviar gran cantidad de queso de Tronchón y anguilas de Alcañiz a la corte de Luis XVI y María Antonieta y de vinos de garnacha a Voltaire (quien, además de filosofar, fabricaba y vendía relojes de gran lujo). Hijuelas suyas son dos entidades aragonesas hoy existentes: la Real Sociedad Económica de Amigos del País y la Real Academia de Bellas Artes de San Luis, nacida de la anterior.

Expuso con sencillez contundente sus ideas: «La regla cierta para enriquecer el Reino [de Aragón] es que con sus producciones y fábricas se atraiga más dinero que salga de él y que la industria se valga con preferencia de las especies proporcionadas por su suelo (...) sin dar lugar a que se extraigan» para elaborarlas fuera, con pérdida del valor añadido. Así se crea riqueza y, por ende, una mayor y más rica población, base de «la felicidad de un Reino».

El conde de Aranda perdió a sus tres hijos y por eso lo heredó su hermana, duquesa de Híjar. Con el tiempo, condado y ducado –y sus anejos, incluidos otros títulos de nobleza– fueron a la Casa de Alba, donde siguen, poco visibles en la retahíla de los que acumula Alfonso, duque de Híjar y Aliaga, marqués de Orani y conde de Aranda, Ribadeo, Guimerá y Palma del Río, entre otros. Los papeles del condado (unas dos mil cajas), donados por la última duquesa, están ya (casi) catalogados en el Archivo Histórico Provincial de Zaragoza, que dirige M. T. Iranzo.

La sobria, casi pobre, tumba del conde, en San Juan de la Peña, muestra un letrero pétreo de homenaje póstumo, pagado en el siglo XIX por un duque de Híjar. Resume lo que pensaban del aragonés quienes lo admiraban (que no eran todos). Con un inicio entonces obligado, (D. O. M., ‘A Dios, Óptimo y Máximo’), el rótulo señala que en el nicho «reposan los restos mortales del excelentísimo señor don Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, grande de España, capitán general de los ejércitos y presidente del supremo Consejo de Castilla (Consejo de Ministros). Se le llama «promotor de todas las reformas útiles, hábil político, fiel consejero de la Corona y su digno representante en Lisboa, París y Varsobia (sic)». Tras este recordatorio de su biografía pública, hecho al modo en que los antiguos romanos inscribían en las tumbas los hitos de su carrera, llega la sucinta evaluación de su vida en términos de servicio al rey y al país: «(...) Digno de la confianza de Carlos III, contribuyendo poderosamente al esplendor de su feliz reinado». Sigue una calificación moral que quiere describir los valores íntimos del personaje y fecha su deceso: «Con la tranquilidad y la fe del cristiano, y la resignación del sabio, falleció en Épila, el 9 de enero de 1798». Se erige, en fin, en portavoz de las generaciones posteriores: «La patria le llora, le bendice agradecida». Y el donante se perpetúa también: «Hizo esta dedicatoria en el año de 1855 su sucesor el excelentísimo señor conde de Aranda don José Rafael Fadrique Fernández de Híjar, duque de este título».

Los avatares del monasterio los estudió A. I. Lapeña; y N. Juan ha editado el correo que, desde 1746, Felipe V, Fernando VI y Carlos III mantuvieron con los abades, en busca de más decoro para el panteón real aragonés. Carlos III y el abad Isidoro Rubio lograron finalmente remozarlo. Hoy lo cuidan, por diversas vías, el Gobierno de Aragón y la Hermandad de San Juan de la Peña, principalmente.

Aranda puso empeño en ser enterrado allí, junto a sus antepasados del mítico linaje regio de los Abarca. Ello exigió, tras su muerte, un viaje de tres días desde su dilecta Épila. Los despojos fueron llevados luego a Madrid, en el intento de crear un panteón nacional de hombres ilustres. Fallido el proyecto, en 1883 volvieron a Aragón, en una caja de plomo, con su nombre en letras de plata. Un siglo después, fueron examinados y estudiados por J. I. Lorenzo. Eran huesos de varón viejo, de talla mediana, desdentado y con artrosis cervical. El cadáver vestía casaca azul con bordados en oro y quedaban restos de la peluca ceremonial, su espadín oxidado y los zapatos.

Un proyecto museográfico de la DGA prevé una sala dedicada al conde. Ojalá pueda ejecutarse tras la paralizante agitación política derivada de las últimas elecciones múltiples. Aragón no ha olvidado a su ilustre hijo, pero sus instituciones lo han honrado poco. Y no me refiero a ‘amenizar’ la historia con ‘teatralizaciones’, que eso es otra cosa, para la que nunca faltarán ni amenizadores ni teatrillos.

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