Por
  • José Luis Rodríguez

Verano

Flotador playa
Flotador playa
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Hay muchas maneras de reconocer las diferencias sociales. Engels, como ha recordado con simpatía R. Peck, hubo de abandonar su despacho para visitar la fábrica manchesteriana donde conoció a quien sería el amor de su vida. Por mi parte, niño educado felizmente en la basura de la postguerra, comencé a darme cuenta de algunas cosas porque, cuando llegaba julio, la prensa del Régimen informaba de que el Pontífice iniciaba sus vacaciones en Castel Gandolgo. Era el comienzo del verano. Algunos años más tarde, descubrí que existían Versalles, Aranjuez y el San Petersburgo de los Romanov. También que había ricos, aunque Chejov sembraba en mi vida un hálito melancólico. No me importaba. Mis dichosos veraneos de pulcra pensión y de fiambrera me alegraban lo suficiente hasta pensar que era un imberbe feliz.

El verano era la luna riéndose. Amores de siete días, cartas prometidas que irían distanciándose, noches de caluroso insomnio. Muchos tuvimos entonces nuestra residencia de verano, aunque hervida con hormigón y tortilla de patatas. Quienes teníamos poco comenzamos a sentirnos otra cosa en este mundo de abedules y semáforos. Pienso ahora, peinando canas, en los que carecen de residencia de verano. Mi ciudad está deshabitada de ‘homelees’, pedigüeños… Bajo los puentes del Ebro no duerme nadie, aunque recuerden ustedes que hay mucho sitio en los jardines de Aranjuez para los desharrapados de España. Pero es obligado ser o intentar ser feliz. Se lo deseo. Es lo mejor del mundo.

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