La peor opción

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La distribución de escaños en el Congreso marca las opciones disponibles.
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Después de las elecciones generales del 26 de abril, y a tenor de la distribución de escaños en el Congreso que resultó del voto de los ciudadanos, la mejor solución para formar un gobierno que tuviese capacidad y voluntad de gobernar pensando en la gran mayoría de los españoles y en el futuro de España hubiera sido una coalición entre el PSOE y Ciudadanos. Ambos partidos sumarían mayoría absoluta en la Cámara, lo que garantizaría la estabilidad, con un horizonte de cuatro años fácilmente alcanzable. Y, por más que ubiquemos al PSOE en la izquierda y a Ciudadanos en la derecha, es igualmente cierto que ambos son vecinos en el espectro y se ubican en el sector central del arco ideológico, alejados de los extremos. Su proximidad política queda demostrada por la evidencia de que, hace solo tres años, socialistas y naranjas, encabezados por las mismas personas que hoy los dirigen, Pedro Sánchez y Albert Rivera, quisieron y pudieron dar a luz un pacto de gobierno, que si no se hizo realidad entonces, febrero de 2016, fue solamente por el voto contrario de Podemos a la investidura de Sánchez. 

Por más que existan entre ellos serias diferencias tácticas y estratégicas sobre la forma de abordar el problema del secesionismo catalán y por más que los coqueteos de Sánchez con los independentistas, durante su primer periodo como presidente, sean inquietantes, ambos partidos son inequívocamente constitucionalistas y debieran ser capaces, por tanto, de encontrar criterios comunes sobre esta grave cuestión. Por lo demás, si Sánchez sufre la tentación de ceder ante el soberanismo, la mejor ancla para frenar esa deriva sería la presencia de Ciudadanos en el Ejecutivo.

Si esta opción ha sido imposible, y ni siquiera se ha tomado en consideración, ha sido en gran medida por el absurdo veto que Rivera ha marcado a cualquier alianza con Sánchez. Pero, en la cuenta de culpas y responsabilidades, también hay que anotar que el Partido Socialista no ha realizado, durante estos tres meses, ni el menor de los esfuerzos para atraerse a Ciudadanos, a parte de solicitarle que, ‘gratis et amore’, se abstenga en la votación de investidura. Por si fuera poco, la designación de Podemos, por parte de Sánchez, como ‘socio preferente’ dinamitaba cualquier puente que pudiera quedar en pie.

La segunda mejor opción, pero ya claramente mucho peor que la primera, sería un gobierno en solitario del PSOE, cuyo nacimiento requeriría una abstención de Ciudadanos o del PP en la segunda votación de investidura. Cualquiera de los dos partidos del centro-derecha hubiera podido marcar condiciones razonables para ello. Un gobierno monocolor, apoyado en los 123 diputados socialistas, sería por naturaleza inestable, pero, si fuese guiado con habilidad y tuviese como norte el interés general, podría adoptar una geometría variable que le permitiese pactos parciales a derecha o a izquierda según la conveniencia de los asuntos. Esta opción, naturalmente, hubiera necesitado también que Podemos, como hizo la extrema izquierda portuguesa respecto a António Costa, hubiera dado su voto a Sánchez sin exigirle entrar en el Gabinete. Eso es lo que sin duda proyectaba el PSOE, pero tanta generosidad por parte de los podemistas era poco menos que imposible. La cúpula morada no solo está ansiosa por tocar poder, sino que ve en su presencia en el gobierno la última tabla de salvación después de su rotundo fracaso electoral. Finalmente, todo indica que Iglesias le ha ganado a Sánchez la partida.

Y ahí estamos, a punto de ver cómo, en los próximos días, se hace realidad la peor de las soluciones de gobierno que la matemática parlamentaria dejaba disponibles: un gobierno de coalición del PSOE con la extrema izquierda, con Podemos. Que, para más inri, puede necesitar apoyarse, tanto en la investidura como durante su gestión, en el voto de algunos de los partidos que pretenden, destruyendo la Constitución, fragmentar España. La perspectiva para nuestro país es muy poco halagüeña. Si la coalición PSOE-Podemos (‘et alii’) llega a materializarse, como parece que ocurrirá, seguramente muchos españoles de izquierdas la saludarán, más o menos sinceramente, como un ‘gobierno de progreso’. Aunque es seguro que una gran parte de los votantes socialistas la recibirán con justificados recelos. En cualquier caso, lo más probable es que contribuya a azuzar aún más la vertiente más bronca y más estéril de los enfrentamientos ideológicos que han marcado en estos últimos tiempos la vida política española. España lleva tres años y medio ayuna de un gobierno que gobierne, carente de un parlamento que legisle y esperando, ‘sine die’, a que se pongan en marcha planes y programas que son imprescindibles para la modernización del país. Esa tarea no podrá hacerse con visos de éxito y de permanencia sin un gobierno que sea capaz de saltar sobre las grandes líneas de fractura que dividen a las fuerzas políticas y en gran media también a la ciudadanía. Es muy poco probable que el engendro que va a nacer esta semana ni pueda ni quiera ir en esa dirección.

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