Éxito y fracaso

Entrada a la Ciudad Universitaria de Zaragoza
Entrada a la Ciudad Universitaria de Zaragoza
Gloria Morella / HERALDO

Éxito y fracaso podrían constituir un oxímoron que bien pudiera ser el titular de una novela tolstoiana. Pero no me refiero a cuestiones literarias. Hablo de la consecución de un fin o de un resultado adverso. De un todo o nada. Blanco y negro.

Durante un largo periodo, en la Universidad de Zaragoza hemos estado bajo la presión de tener que llevar a cabo unas reformas de profundo calado que, al final del proceso, no han tenido lugar. La primera paradoja de esta situación es que el resultado, según hemos sabido a través de los medios, es mínimo. En el Gatopardo de Lampedusa había que cambiarlo todo para que todo siguiera igual. Nosotros no hemos tenido que cambiar casi nada, pero los recursos de tiempo e intelecto empleados han sido más que cuantiosos.

¿Es posible que una institución de nuestro tamaño y calado se permita el lujo de estar más de dos años en un debate que no ha llevado a ninguna parte? ¿Es creíble que unas decenas de profesores sin organización previa hayan podido abortar la reforma de una institución totalmente reglada constituida por miles de integrantes? Minusvalorar al adversario es siempre un gran riesgo en cualquier disputa, pero sobrevalorar la capacidad de unos pocos para alterar el curso de muchos entra de lleno en el mundo del heroísmo, digno de los espartanos de Leónidas o de los pilotos británicos de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial. Simplemente, no es el caso.

Cuando un proyecto fracasa, o así se reconoce, las causas suelen residir muy frecuentemente en el lado de los que lo proponen. Una muy habitual es que los ponentes no han sabido explicar las bondades del mismo. Cuando un proceso es rápido, una venta de impulso como dicen los expertos de márketing, es plausible que el receptor de la idea no haya podido recibir el mensaje con toda claridad y su decisión se haya visto influenciada por factores ajenos al mensaje. El ruido de fondo ha podido ser tal que la decisión es exactamente la contraria a la que se hubiera tomado con algo más de reflexión y sosiego.

Pero lo dicho anteriormente encaja mal con los procesos de desarrollo temporal largo. Si además añadimos al tiempo de explicación suficiente una variedad de interlocutores, la explicación del fracaso, entendido este como su rechazo por el público objetivo al que iba destinado, solo puede entenderse en términos de su baja calidad y su carencia de atractivo.

Nuestra Universidad, seguramente, debe afrontar reformas. No creo que el argumento de que es una organización que se definió hace treinta años sea el mejor. Hay otros motivos, como es la necesidad de adaptarnos más a nuestro entorno, que sí justifican cambios y mejoras. Lo que no está tan claro es que lo que más nos convenga sea adaptar modelos de organización y gestión aplicados en otras instituciones que en nada se parecen a nosotros. Si siguiéramos exclusivamente criterios de eficiencia, aunque a alguno le suene a ‘boutade’, alguno de los campus de nuestra universidad y varias titulaciones deberían ser cerrados de forma inmediata. ¿Es esto lo que los universitarios y la sociedad aragonesa queremos? Como sé que la respuesta es no, la siguiente cuestión es casi obvia: ¿qué debemos reducir, en términos de gasto, para poder permitirnos esta ineficiencia? Aceptada la necesidad de ajuste, ¿cómo podemos hacer un plan que todos sintamos propio y necesario?

Cuando no se es capaz de presentar a un colectivo amplio, cuyo apoyo es imprescindible, los posibles beneficios futuros, los sacrificios presentes exigidos parecen agravios y se rechazan. Si no se explica la necesidad de afrontar los retos para lograr objetivos que redunden en beneficio de todos, solo se encuentra oposición. Si no se motiva al grupo, nunca se podrán afrontar retos colectivos. Y, aunque algunos lo olviden con demasiada frecuencia, motivar es convencer a las personas de que persigan un determinado fin a sabiendas de que cuesta un esfuerzo. Sin esta labor de convencimiento, los líderes mesiánicos que pretenden el éxito están, tarde o temprano, abocados al fracaso.

Ana Isabel Elduque es catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Zaragoza

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