Decir(se) no
El anuncio de la próxima canonización del cardenal Newman -prevista para el 13 de octubre- llevaba hace unos días a una tuitera a preguntarse si sería este el primer santo novelista (habida cuenta de que el propio John Henry Newman decía no tener nada de santo precisamente por ser un literato). A lo que rápidamente otro cibernauta respondió poniendo de ejemplo a santo Tomás Moro, autor de ‘Utopía’, obra cuyo título ha servido desde entonces para designar el anhelo y el plan de una sociedad política perfecta. Que la utopía se conciba acertadamente como una obra literaria, en lugar de un programa político, tal vez nos evitaría el riesgo de caer en el utopismo, entendido como esa inclinación a confundir el relato con la realidad y el deseo con el derecho, y que, como suele decirse, a fuerza de querer implantar el cielo en la tierra nos condena en ocasiones al infierno.
Si eso ocurre es porque el utopismo a veces nos ciega y mira únicamente al ideal de perfección -al futuro- despreciando la imperfección de lo real -el pasado y el presente-. El filósofo Roger Scruton lo identifica por eso como un gran no, un signo de negación y rechazo que se clava sobre todas las cosas y acaba ordenando y autorizando cualquier forma de violencia: ‘il gran rifiuto’, al que se refería Dante en la Divina Comedia, cuando dice que en la puertas del infierno, entre los pusilánimes, vio y conoció "el espíritu de aquel / que hizo, por cobarde, el gran renuncio".
No está claro a quién se refería Dante al escribir eso. Según Scruton podría ser Poncio Pilato, pero la mayoría de los especialistas piensan que alude al papa Celestino V, que abdicó tras un breve pontificado. El ermitaño Pedro de Morrone fue elegido Papa en 1294, tomando el nombre de Celestino. Seguidor de las profecías utopistas de Joaquín de Fiore, su pontificado duró solo unos meses ya que, incómodo con el poder y con las resistencias a sus decisiones, dimitió de su cargo y fue encarcelado por su sucesor Bonifacio VIII. Murió preso en 1296, supuestamente asesinado por orden de Bonifacio. Y poco tiempo después, en 1313, fue proclamado santo.
El caso de san Celestino se recordó hace unos años como precedente de la inusitada abdicación de Benedicto XVI, aunque su leyenda ya había quedado impresa hace siglos en obras como ‘La vida solitaria’ de Petrarca, quien lo elogia como "un espíritu altísimo y libre que no reconocía imposiciones". Pero el retrato literario más profundo que tenemos de él es el que hizo en 1968 el escritor y político socialista italiano Ignazio Silone en ‘La aventura de un pobre cristiano’. Desde su piedad distante, Silone proponía irónicamente a Celestino como patrón de los políticos. Que un gobernante dimisionario y fracasado fuera considerado -no eclesial sino culturalmente- como protector y ejemplo a seguir por mandatarios y responsables públicos sería una apuesta interesante en un ámbito tan propicio a aferrarse al sillón, especialmente en nuestro país y en nuestro tiempo, cuando se hace pasar por responsabilidad y resistencia la egolatría y la mera ambición personal.
Sin embargo, quien fue oficialmente declarado patrón de políticos y gobernantes el año 2000 fue Tomás Moro, el autor de ‘Utopía’, aunque en su nombramiento como tal lo relevante no fuera su obra ni sus cualidades como escritor, sino su disposición al servicio público y su fidelidad a la conciencia moral, que le llevó a ser acusado de alta traición y ejecutado en 1535, muriendo, como él mismo dijo, "siendo el buen servidor del rey, pero de Dios primero".
En eso coincidían Tomás Moro y Celestino V. No en la perfección de su vida y de su obra, sino en su disposición a servir resistiendo a las presiones y tentaciones del poder; diciendo no, si es preciso, con todas las consecuencias. Figuras que fracasan y caen en un tiempo en el que el modelo podrían ser esos muñecos cuyo centro de gravedad no está en la cabeza o el corazón, sino en los pies, para mantener siempre el equilibrio. Se dice que la ética -como la utopía- comienza diciendo no. Pero no ya a los demás, sino fundamentalmente a uno mismo. Al fin y al cabo, la autonomía no consiste en la expansión a costa de otros, sino en la autolimitación para la convivencia.
Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza