Por
  • Andrés García Inda

Cortesía y formas

Perder las formas implica perder el fondo; es decir, desfondarse, que es lo mismo  que desmoralizarse: perder el suelo en el que podemos pisar juntos  y mantenernos en pie y en equilibrio
Perder las formas implica perder el fondo; es decir, desfondarse, que es lo mismo que desmoralizarse: perder el suelo en el que podemos pisar juntos y mantenernos en pie y en equilibrio
Heraldo

Según los datos proporcionados por el Consejo General del Poder Judicial, la retransmisión del juicio del ‘procés’ en la web tuvo más de un millón de accesos durante los meses de la vista oral, de más de 170.000 usuarios distintos, a los que habría que sumar quienes lo siguieran a través de la televisión. Desconozco cuál es el valor de esas cifras en el mercado de la comunicación, pero para el debate público presiento que se trata de una audiencia muy respetable: ¡cientos de miles de observadores nacionales e internacionales y no solo unos pocos a sueldo de las partes! Y no es para menos, al margen de cuál sea al final la interpretación de los hechos y su calificación jurídica por parte del Tribunal, habida cuenta de que lo que se debatía en la vista es la existencia o no de un golpe de Estado, aunque este sea –acorde con los tiempos– cuántico, ‘schrödingeriano’ o posmoderno.

Pero además de la cuestión de fondo y, ligada a ella, buena parte del interés social que ha despertado el proceso al ‘procés’ también tiene que ver con las formas en las que se desarrolla el procedimiento judicial y la cuidada –y pedagógica– gestión que de las mismas hacía el presidente del Tribunal. En un contexto mediático en el que el debate político se rige por la lógica emocional y relativista del ‘show business’, el rigor procesal de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la cortesía forense –¡casi versallesca!– del Tribunal se convertía, paradójicamente, en un liberador soplo de racionalidad y aire fresco. Habitualmente se acusa al Derecho y los juristas de ser excesivamente formalistas, aunque, como dijo cierto filósofo del ramo, eso es tanto como acusar a un caballo de ser equino. Pero de repente quizás nos hemos dando cuenta de que fuera del Derecho estábamos siendo deficientemente formalistas. Porque las formas no tienen sentido en sí mismas, sino como un medio al servicio de valores fundamentales como la búsqueda de la verdad y la justicia, y el reconocimiento y el respeto al otro. El juego formal es entonces la manera de conducir el debate y encauzar y reducir –por sublimación o llevándola a otro nivel, si así puede decirse– la violencia física. Por eso, juristas o no, sabemos que perder las formas implica perder el fondo; es decir, desfondarse, que es lo mismo que desmoralizarse: perder el suelo en el que podemos pisar juntos y mantenernos en pie y en equilibrio.

Algo así sucede con las fórmulas, aparentemente superficiales y banales, de la cortesía cotidiana, que solemos despreciar como intrascendentes y vacuas. Ciertamente que desde el punto de vista de la comunicación tales expresiones no contienen una información concreta, pero cumplen una indispensable función relacional. En la atención y el respeto a las formas mostramos también la atención y el respeto a los demás, expresamos nuestra voluntad de, a pesar de las diferencias, sostener y compartir un mismo suelo o, como dice algún filósofo, preservar un mundo en común. Es verdad, como escribe Daniel Gamper en ‘Las mejores palabras’, que en ocasiones "esta conversación orquestada según las mínimas reglas de la cortesía necesita ser zarandeada periódicamente por voces disonantes que no ponderan ni palabras ni consecuencias. Pero la opinión pública desatada y agitada por las voces de la indignación que denuncian el silencio de las clases dominantes y la hipocresía de las buenas formas solo puede existir sobre el trasfondo de una conversación pública que recuerde, aun lejanamente, las cortesías de los ‘savants’ y sus mecenas".

En uno de sus cuentos, el jesuita indio Anthony de Mello relataba el diálogo entre un maestro espiritual y su joven discípulo, radicalmente crítico con la etiqueta, la cortesía y lo que solemos llamar las buenas maneras, por considerar que estas no son más que un envoltorio refinado e hipócrita que oculta los verdaderos sentimientos e intenciones. "Prefiero ser yo mismo y que la gente sepa exactamente cómo me siento… –decía el discípulo– la cortesía no es más que aire". "Eso es verdad –respondió conciliador el maestro–, pero también es aire lo que llevan los neumáticos del coche, y fíjate cómo suaviza los baches…".

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza

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