Otra fantasía: el 'rey de Cataluña'

Solo el rey puede ser conde de Barcelona.
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HERALDO

El papa de El Palmar de Troya lleva un título ridículo, pero existente. En cambio, el de rey de Cataluña, sobre ser una designación fantasiosa, no existió nunca ni como pretensión.

No hay que cansarse de denunciar el interesado error. No hubo ‘rey de Cataluña’, como tampoco rey de la Alcarria ni obispo de Pedrola. Catalanes y alcarreños tuvieron reyes, y los pedrolanos, obispo. Solo que se llamaron rey de Aragón, rey de Castilla y arzobispo de Zaragoza. Fácil de entender.

Aragón era un ente político (condado) ya en el siglo IX. En el XII nació la palabra Cataluña y tuvieron reyes los catalanes, que llamaban ‘senyor rei’ al rey de Aragón. Abrió la serie Alfonso II (I en la lista de los condes barceloneses), hijo de la reina aragonesa Petronila y del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona.

Aragón era reino desde un siglo atrás. Su antiquísimo título condal, falto de sentido, había desaparecido. En cambio, el rey de Aragón fue conde de Barcelona y solo él podía serlo. Pero Barcelona y Cataluña no eran lo mismo.

El señorío del conde de Barcelona no se extendía a la totalidad de lo que sería Cataluña. Su hegemonía catalana fue un largo proceso, culminado por el rey de Aragón. En efecto, Alfonso II, que había heredado de su madre el reino aragonés, tuvo de su padre ocho condados: Barcelona, Berga, Besalú, Gerona, Manresa, Osona (Vich), Cerdaña y Conflent (Prades), estos dos en actual territorio francés, y las ‘marcas’ o tierras fronterizas ganadas por él al islam de Tortosa y Lérida. El rey Alfonso añadió a todo ello el dominio del Rosellón (hoy francés) y del Bajo Pallars.

Esta docena de territorios «desde Salses -hoy en Francia, cerca de Perpiñán- a Tortosa y Lérida» (‘de Salsis usque Dertusam et Ilerdam’) acabaron siendo conocidos como Cataluña. Como bien dicen los historiadores, incluidos los catalanes (los serios, que los hay muy buenos), a quienes los fanáticos ignoran, tal conjunto, regido por un mismo señor, no recibió nombre que implicase rango o nivel jurídico o político. Cataluña no fue nunca designada por sus señores ni sus instituciones como reino, ducado, condado ni ninguna otra cosa. Ello extrañará solo a quienes juzguen aquel pasado con ignorancia anacrónica, con mentalidad ajena al tiempo en que esas cosas ocurrían.

Aquello era una parte de los dominios del rey de Aragón y conde de Barcelona, títulos ambos inseparables y prestigiosos, que no requerían cambio alguno.

Cómo se hizo Cataluña

La homogeneidad de los dominios que luego fueron Cataluña fue trabándose por etapas que nos son bien conocidas.

Barcelona fue la cabeza y solar del conjunto, el ‘cap i casal’, y le aportó sus prestigiosos fueros (‘Usatges’), convertidos en base legal común. Los compiló el rey Alfonso II en 1173.

Sus soberanías se escribieron en el ‘Libro del dominio del rey’ (repárese: no ‘del conde’), compilación de sus derechos territoriales, encargado por Alfonso a un clérigo jurista.

Y las hazañas del linaje condal se plasmaron en las ‘Gestas de los Condes de Barcelona’ (‘Gesta Comitum Barchinonensium’), cuya primera versión ordenó también el rey Alfonso II.

La unificación de las potestades aragonesa y barcelonesa en una sola mano hizo preciso distinguir entre las dos soberanías de Alfonso y así comenzó la nomenclatura diferenciada: el rey consultaba con sus barones y asesores procedentes de ambas partes en su curia o corte: «...cum consilio et voluntate baronum curie mee, Catalanorum et Aragonensium». Se asienta, de este modo, junta a la muy antigua ‘Aragón’, la palabra ‘Catalonia’.

Este conjunto político acabó recibiendo la calificación de ‘Principado’, que aún se usa en los registros cultos de nuestras lenguas. No en el sentido de que tuviera como soberano a alguien con título de príncipe. Designaba un conjunto político regido por un ‘princeps’, voz latina que, en la Edad Media, designaba a cualquier gobernante soberano en un territorio (de ahí ‘El príncipe’ de Maquiavelo).

Ocasionalmente, algún conde de Barcelona se había titulado ‘princeps’, en este sentido de gobernante máximo o principal. Pero el ‘principatus Catalonie’ es un nombre tardío, del siglo XIV (1350), que resolvió con economía de lenguaje y de concepto el problema de una designación inteligible, precisa (en la medida en que no designa un reino, ducado, marquesado ni condado) y honrosa. Fue idea de Pedro IV, no en vano llamado rey Ceremonioso. En la práctica, abarca todos los territorios representados en las Cortes catalanas y cuyo soberano es el jefe ‘del Casal d’Aragó’. Y no es título de príncipe, sino denominación que en derecho equivale a dominio de soberanía ejercida por un ‘princeps’: el rey de Aragón y conde de Barcelona, calidades unidas e indisolubles.

Hubo conde de Barcelona, rey de Aragón e, incluso, ‘princeps’ de Cataluña y fueron siempre la misma persona. Pero el ‘rey de Cataluña’ es una fantasía infantiloide, aún más falsa que las barras de Wifredo el Velloso.

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