Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

China y su ‘fin de la Historia’

El presidente de China, Xi Jinping, llega a la cumbre del G-20 en Osaka.
El presidente de China, Xi Jinping, llega a la cumbre del G-20 en Osaka.
Kim Kyung-Hoon/Pool / Reuters

La crisis de las grandes narraciones unificadoras (la religión, la Ilustración o el marxismo) dio paso a finales del siglo XX a la consagración del orden democrático reglado y multilateral que había sido alumbrado en 1945 por el impulso anglo-norteamericano. A partir de 1989, la caída del Muro de Berlín posibilitó el anuncio del ‘fin de la Historia’ y la ‘muerte de las ideologías’: la Historia ha terminado porque la democracia liberal se ha impuesto como «el último paso de la evolución ideológica de la humanidad» (Francis Fukuyama). El relato neoliberal se impuso de la mano de Hayek, Popper o el propio Fukuyama. El director de ‘Le Monde diplomatique’, Ignacio Ramonet, lo denominó el ‘pensamiento único’ y fue capaz de relegar a los márgenes a los críticos, como Noam Chomsky o Susan George.

El liberalismo anglosajón ha sido una construcción que, a lo largo de siete décadas, ha hecho posible un modo de vida abierto y civilizado. Pero la teoría del ‘fin de la Historia’ de Fukuyama saltó por los aires en 2008. Occidente entró en una aguda recesión, cuya mala gestión ha acabado generando el auge del populismo que vivimos en la actualidad. Además, la crisis económica ha sacudido sin piedad los cimientos de unas reglas de juego manejadas en favor de los intereses occidentales por el puño férreo norteamericano, apoyado en sus aliados europeos y en la estructura internacional que EE. UU. creó tras la victoria sobre la Alemania nazi y el Japón expansionista: ONU, FMI, BM, OTAN…

La reaparición de los viejos fantasmas del fascismo y de nuevos protagonistas internacionales han resucitado el debate de ideas. Pareciera que, de la noche a la mañana, la Historia haya esquivado su fin y se haya vuelto a poner en marcha. Por eso hoy estamos ante un nuevo episodio de la denominada ‘batalla por el relato’, un concepto importado de la cultura anglosajona (‘battle for the narrative’). Y es una batalla agresiva, maniquea y múltiple, como lo fueron las dos guerras mundiales, entre diferentes conceptos de modernidad: el estadounidense, el chino, el europeo o el ruso, entre otros. 

Avanza así la progresiva erosión de lo que se denomina el ‘Consenso de Washington’: el modelo político-económico que se basa en la democracia capitalista, con poderes estatales limitados. Y continúa ganando peso el ‘Consenso de Pekín’ (capitalismo de Estado, apertura al exterior, autoritarismo político, gran capacidad de innovación y flexibilidad) porque ofrece estabilidad y altísimas tasas de crecimiento económico. Entre medio, la UE ya no dispone de un relato claro de su razón de ser, sino que se diluye su narrativa humanística y ética. ‘Déficit de inteligibilidad’ lo ha llamado Daniel Innerarity.

La China de las últimas tres décadas ha tenido que adaptarse al orbe occidental para crecer y conseguir su poderío actual. Pero ahora ya no pretende encajar en el mundo construido por Estados Unidos, sino cambiarlo para situarse en la cúspide de la economía global, llegar a ser una superpotencia tecnológica sin quedar estancada en la llamada trampa de los ingresos medios.

Es en este contexto en el que China está creando su propio relato del ‘fin de la Historia’. Quiere imponer su discurso porque, al fin y al cabo, desde su nacimiento como Estado unificado en el siglo III a. C. hasta el desmoronamiento de la dinastía Qing en 1912, siempre permaneció en el centro de un sistema asiático de notable continuidad.

Como ya aventuró Henry Kissinger en su libro ‘China’ (2012), es poco probable que "un país que durante la mayor parte de su periodo moderno -que comenzó hace dos mil años- se consideró a sí mismo la cúspide de la civilización, y que durante aproximadamente dos siglos ha considerado que su posición singular como líder moral del mundo fue usurpada por la actitud rapaz de las potencias coloniales occidentales y Japón", acepte nunca un rol secundario en la jerarquía internacional.

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