Por
  • Ignacio Peiró Martín

Yo, el Supremo

La historiografía no debe seguir el modelo de la argumentación judicial.
La historiografía no debe seguir el modelo de la argumentación judicial.
J.J. Guillén / Efe

Periodistas, intelectuales y jueces han sido noticia en las últimas semanas. Por eso, he dudado entre comentar los libros de dos ‘irreverentes’ profesionales (relatan sus fulminantes despidos de los medios donde trabajaban) o abordar el nombramiento como presidente del Senado de un político independiente, filósofo de las virtudes cotidianas (la decencia, la honradez, la integridad). Sin embargo, en la barahúnda de informaciones, el volcán de nuestra historia más reciente volvió a entrar en erupción con la problemática recurrente del mausoleo de Cuelgamuros y la exhumación de los restos mortales del perpetuo dictador. Y, como casi siempre, lo ha hecho de la mano del populismo intelectual que en ningún caso cifra la calidad de sus argumentos en la veracidad de los hechos, sino en la vacuidad moral y la distorsión simplificadora del todo vale. La tendencia a repetir los mismos juicios de valor, dirigidos a desacreditar la legitimidad histórica de la Segunda República, según refleja el auto del 4 de junio del Tribunal Supremo, ha sido denunciada por la Asociación de Historia Contemporánea. En todo caso, junto al genial inicio de la obra de Roa Bastos, parece un momento oportuno para releer ‘El juez y el historiador’, el texto de Carlo Ginzburg en el que nos advertía sobre los efectos perniciosos de una historiografía escrita según el modelo de la argumentación judicial. Y porque entre areopagitas anda el juego, también sería lógico recordar la sentencia 7369 del Tribunal Constitucional que fundamenta jurídicamente la prevalencia del conocimiento científico de la historia incluso sobre el derecho al honor y el intempestivo derecho al olvido.

Catedrático de Historia Contemporánea (Unizar)

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