Por
  • Gonzalo Castro Marquina

Leviatanes desatados

Leviatanes desatados
Leviatanes desatados
KRISIS'19

Tras años de cruentas batallas, funestas bodas, conspiraciones maquiavélicas e inviernos sin fin, ‘Juego de Tronos’ se ha despedido de la audiencia, no sin antes dejar una última e incómoda lección sobre política a sus espectadores. A pesar de que la serie carece de la complejidad del material original, mucho más rico en matices, el trampantojo humano que forman sus personajes constituye igualmente un interesante tratado práctico acerca de la naturaleza del poder y de todo aquello que se está dispuesto a sacrificar con tal de alcanzarlo.

Que el codiciado trono de hierro esté forjado con las espadas de los vencidos, algunas de las cuales aún conservan su filo, hiriendo a aquellos que se sientan sin precaución en él, encierra un claro mensaje para quienes ansían el poder a cualquier precio: son pocos los que llegan a ceñirse la corona y todavía menos los que con el tiempo no ven convertidos los laureles en espinas. Además, por mucho que haya costado, el cetro no representa el final del camino, sino que coloca por el contrario a quien lo consigue frente a un nuevo punto de partida.

Tal y como apuntaba con cierta ironía el escritor alemán Jean Paul Richter, después del poder en sí, no hay nada tan excelso como saber usarlo; un reto aún mayor que el primero, frente al que no resulta fácil estar a la altura, y para el que las buenas intenciones no bastan. A diferencia de la ficción, en la vida real, salvo los sociópatas, nadie se reconoce en el papel del villano ni lleva el mal por blasón. Todos los movimientos políticos reivindican para sí la bandera de la justicia, razón por la cual el camino que conduce al infierno está repleto de buenos propósitos a los que les han seguido unos malos o pésimos resultados. Por muy virtuosas que aparenten o digan ser las personas que ostentan el poder, este requiere de contrapesos de tipo sistémico que no radiquen meramente en las cualidades de los mismos que lo ejercen, porque cuando el único límite reside en su voluntad, una palabra, por ejemplo, ‘dracarys’, es más que suficiente para desatar el horror. Esta es la advertencia con la que ha cerrado el telón ‘Juego de Tronos’ y que ha querido grabar a fuego en sus seguidores.

Resulta evidente que el mundo de ‘Canción de hielo y fuego’ –el ciclo de novelas de George R. R. Martin en el que se basa ‘Juego de Tronos’– guarda muchas diferencias respecto al nuestro, pero la presencia de dragones no es una de ellas, dado que en este aspecto realidad y ficción convergen. Puede que los nuestros no vuelen ni escupan fuego, pero cuentan con flotas que sí lo hacen y que son capaces de mucho más que eso. No se equivocó Hobbes al bautizar a los Estados como Leviatanes. Aunque conviven hoy con otras entidades de proporciones igualmente mastodónticas, los Estados siguen aglutinando en torno a ellos un ingente capital económico y humano para el desarrollo de sus funciones, entre las que figura el monopolio de la violencia, como agudamente señaló Max Weber.

Dichos medios no tienen un carácter positivo o negativo como tal, sino que depende de los fines para los que se utilizan. Los mismos recursos que aprovecharon Hitler, Stalin, Pol Pot o Radovan Karadzic para convertir sus respectivos Estados en implacables y bien engrasadas máquinas de muerte, son los que han permitido construir el Estado social, del que millones de personas se llevan beneficiando desde su implantación. Conscientes de este potencial dual, decidimos encadenar a nuestros dragones como una medida de protección.

Durante siglos, los europeos batallaron por limitar la arbitrariedad del poder, representando el Estado de derecho la culminación de esta lucha, así como una de las grandes conquistas de la civilización. De acuerdo con esta concepción, los poderes públicos solo pueden hacer aquello que expresamente les reconoce la Ley y dentro de los límites marcados por ella, entre los que destacan el respeto de las libertades individuales. El problema del Estado de derecho es que solo se percibe claramente su importancia cuando falta, por lo que el resto del tiempo tendemos a minusvalorarlo en comparación a otras vertientes del Estado como la prestacional.

Al igual que los genios malignos que engañaban a los incautos para que los liberaran bajo la promesa de grandes tesoros, cada vez hay más gobiernos que intentan persuadir a sus ciudadanos de que el control judicial o el sometimiento a procedimientos reglados perjudican su actuación, de modo que lo mejor es prescindir de ellos y liberar plenamente al Leviatán. Para los que lo estén considerando, que vuelvan a ver ‘Juego de Tronos’.

Gonzalo Castro Marquina, jurista

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