Año nuevo en Kenia

Álvaro y Cristina relatan para Heraldo.es su viaje desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo.

Cristina, junto a una familia keniata
Año nuevo en Kenia

Lokichokio es uno de esos lugares extraños… Perdido en el noroeste de Kenia, tuvo sus momentos de esplendor hace una década cuando sus polvorientas calles rebosaban de cooperantes y funcionarios que luchaban por suavizar las duras condiciones del actual Sudán del Sur, cuya frontera se encuentra a escasos 30 kilómetros de distancia.


La ciudad llegó a albergar más de 5000 almas, las oficinas de las Naciones Unidas y más de 50 ONGs que se servían de varios hoteles más que decentes y hasta un aeropuerto internacional. Hoy en día, como Sudán del Sur ya ha alcanzado su independencia (pese a estar enfrascado en una guerra civil, pero eso ya es otra historia) las ONGs han abandonado sus calles y Lokichokio ha quedado relegado al olvido. Es como una de esas ciudades surgidas durante la fiebre del oro, que en su época álgida, sus salones rebosaban de aventureros ávidos por gastarse las pepitas de oro encontradas, y hoy en día tan solo las bolas de paja vuelan arrastradas por el viento.


Tan solo vemos mujeres de la etnia turkana regateando en un mercado y unos pocos transeúntes que miran ojipláticos nuestro coche. Nos alojamos en el hotel 747, decorado con motivos aeronáuticos y del que somos los únicos huéspedes. El bar está animado, varios jóvenes apuran varias cervezas Tusker que no pueden considerarse que lleguen a estar frías, y un mzungu (aquí ya no somos farangis, sino mzungus) enfrascado en su ipad que ni nos mira. Tiene pinta de trabajar aquí y no de estar de paso. Conseguimos negociar al equivalente de 30 euros una espléndida cabaña con cena y desayuno incluido.


Al día siguiente nos acercamos al solitario aeropuerto donde en un par de pequeños edificios de una sola planta vegetan los pertinentes funcionarios. Nos lleva un rato explicarle al alegre oficial de inmigración por qué habíamos entrado a Kenia por ese lugar por el que nunca pasa nadie, y por qué queríamos salir del país rumbo a Uganda por otra frontera que tampoco se utiliza.


Afortunadamente uno que faenaba por allí escoba al hombro, conocía la misión del padre Angel, y con ese sólido testigo conseguimos que el buen hombre nos estampara el sello de entrada al país. El de salida no lo conseguimos, nos dijo que no pasaba nada, pero que no podía ponernos dos sellos en el mismo día.


Nos lo creímos y con nuestros pasaportes en regla, retrocedemos 50 kilómetros por la carretera de Lodwar, hasta coger el desvío a la aldea de Oropoi, por donde se supone que hay un puesto fronterizo que nos llevaría directamente al parque de Kidepo, en el noreste de Uganda. La pista es buena, sin demasiados baches. Tan solo tenemos que tener cuidado al cruzar los cauces secos de los ríos, que en época de lluvias arrasan con todo, y dejan unos profundos surcos en la pista que necesitan cruzarse con cautela.


En Oropoi, una pequeña aldea de apenas 3 docenas de chozas pero donde disfrutan de un pequeño ambulatorio para atender las necesidades médicas de la zona, nos miran con la misma cara que si hubiera aterrizado una nave alienígena. En nuestro GPS la carretera muere en Oropoi, pero en el mapa de papel parece que hay dibujada una traza discontinua que cruza al país vecino. Y así nos lo confirman los oropoianos, o como se denomine el gentilicio de Oropoi, señalándonos una pista que se adentra en un bosquecillo de acacias.


Al poco de salir del pueblo, adelantamos a una moto con 3 personas que luchaba por sortear uno de esos cauces de ríos secos. Nos detienen, y el conductor, que se presenta como un sacerdote, nos pide que llevemos a Uganda a una mujer con su hijo. Él los iba a dejar en la frontera, pero por lo visto ha sido una señal divina que nosotros pasáramos por allí, y fuéramos al mismo lugar que estas personas. Al principio nos negamos, ya que tan solo tenemos un asiento libre disponible y lo tenemos plegado y cubierto con parte de nuestro equipaje, pero claudicamos ante la insistencia de este pequeño grupo, que nos amenaza con que de lo contrario tendrían que caminar entre las montañas durante 3 o 4 días hasta alcanzar la ciudad ugandesa de Kotido, y que la buena señora estaba recién operada. Ella confirmaba esos argumentos levantándose la blusa y enseñándonos una reciente cicatriz que le subía desde el borde de la falda hasta el ombligo.


Los tres dan gracias a Dios por haberles enviado a dos ángeles mzungus sobre un Toyota y nos agarran las manos, haciendo que formemos un círculo y rezando una plegaria de agradecimiento. Enganchamos su pequeña maleta que literalmente rebosa todas sus pertenencias a la baca del coche y nos ponemos de nuevo en marcha los 4, la pobre señora y su hijo embutidos en un solo asiento en la parte trasera. Ella se llama Anna Rose, y tiene 46 años (aunque asemeja 60) y su hijo Anthony cuenta con 21. Son refugiados ugandeses en Kenia. Llevan 3 años en el campo de refugiados de Kakuma, debido a que ella lleva varios años con un tumor en el útero y en Uganda no cuentan con recursos para tratar la enfermedad, pero por lo visto en el campo de refugiados, las ONGs han conseguido darle tratamiento y extirpárselo recientemente, ayudando a su vez a la escolarización de su hijo. Y tras ese largo periodo en el campo de refugiados, regresan a su aldea para ver a sus otros hijos y hermanos. Al preguntarle por su marido, nos cuenta que éste los abandonó a ella y a sus 6 hijos hacía ya varios años.


La pista está cortada por un tronco cruzado sobre la misma. Es el último control militar del país. De una choza de adobe cercana aparece con la camisa desabrochada y extrañado de ver un coche por esos andurriales, un soldado con más años que Matusalén. Nos pregunta que a dónde vamos, pero por lo visto lo que más le interesa es que le demos un “regalo” de Navidad. Al final nuestros amigos Anna Rose y Anthony le convencen para que levante la sofisticada barrera ante nuestra negativa de celebrar con ese decrépito soldado la navidad keniata.


La frontera Ugandesa está en lo alto de la montaña, pero la buena pista desaparece en las primeras rampas y ésta se transforma en una pendiente imposible salpicada de grandes rocas. Conseguimos superar la primera curva, pero en la segunda, las rocas son de tal magnitud que hacen imposible atravesar esa frontera con un coche. Abatidos, tenemos que darnos la vuelta. Preguntamos a nuestros huéspedes que es lo que desean hacer, si continuar andando o regresar con nosotros. Nos dice Anthony que por Kakuma, donde se encuentra su campo de refugiados, parte otra pista que cruza a Uganda. Así que allí nos dirigimos. De nuevo la pista hasta la carretera asfaltada y otros 50 kilómetros hasta Kakuma, donde nos detiene un control policial.


Nos piden los pasaportes y los de nuestros invitados. Estos no llevan documentación alguna. El policía nos increpa que por qué llevamos a inmigrantes ilegales en el coche tratando de cruzar la frontera. Cuando le explicamos que nos lo ha pedido un sacerdote, que no le solemos pedir el dni a los autoestopistas que recogemos y que la pobre mujer está enferma, le cambia la cara y nos dice: ¡Bueno! Porque sois vosotros, esta vez lo vamos a dejar pasar….


Nos salimos del asfalto y nos adentramos por una nueva pista rumbo a lo desconocido, ya que el camino por el que nos adentramos no figura ni en nuestro GPS ni en los mapas de papel. Avanzamos por un amplio valle sorteando arbustos y acacias tratando de evitar los bancos de arena, rumbo hacia las montañas que se dibujan en el horizonte. Cruzamos pequeñas aldeas, y Anthony les pregunta a los lugareños que nos encontramos por el camino sobre el rumbo a seguir. Parece que no hay duda, todos indican el mismo lugar. Anna Rose nos pide un par de veces que paremos porque necesita vomitar, y es que la pobre mujer también tiene un brote de malaria, y de vez en cuando apoya su cabeza en el reposacabezas de Cristina para descansar.


Nos encontramos a varias personas andando al borde de la carretera pidiéndonos subir al coche para que les crucemos a Uganda. Algunos van armados con kalasnikovs, y Anthony nos conmina a que no nos detengamos, ya que sospecha que son los ladrones de ganado que van a robar a las aldeas de la frontera ugandesa.


La noche se nos echa encima, y va a ser imposible llegar a Kotido. La carretera de momento no es demasiado mala y confiamos en no tener que darnos de nuevo la vuelta. Al llegar a lo alto de una colina, el GPS me anuncia que extraoficialmente ya estamos en Uganda. Hay unas pequeñas chozas turkanas en lo alto de la colina. Anthony, tras hablar con ellos, nos invita a que avancemos un par de kilómetros más, hasta la siguiente aldea, ya que en ésta tienen algunas vacas, y como hemos visto a unos ladrones de ganado pocos kilómetros atrás, no quiere verse envuelto en un tiroteo entre cuatreros, cosa que a Cristina y a mi nos parece más que bien.


Llegamos a la susodicha aldea justo al ponerse el sol. Nuestros acogidos les piden permiso para pasar allí la noche y nos sorprende que no les inviten a dormir en una de las chozas ni les ofrezcan algo de comida. Anna Rose y Anthony se tumban en el suelo dispuestos a pasar la noche. Les preguntamos si tienen algo para comer, y tan solo tienen las galletas que les hemos dado en el coche. Les damos una manta para que se tumben y unos jerséis para abrigarse, ya que la temperatura es fresca y compartimos con ellos nuestra cena. Nosotros nos metemos a dormir en nuestro coche, y allí les dejamos a ellos, envueltos en nuestra manta, con nuestros jerséis, enfermos y sin comida…. Y pensaban cruzar las montañas caminando durante 4 días con lo puesto…. A ver si va a ser verdad que un Dios nos puso en el camino de estas gentes…


Nos despertamos con las primeras luces del alba, cuando escuchamos las voces de los aldeanos charlar con Anna Rose y Anthony. Abro la puerta del coche y, sin darnos tiempo a vestirnos y salir del coche, todo el pueblo desfila por delante de nosotros dándonos los buenos días. –Elloc, Elloc (o algo así suena hola en turkana) Nosotros en ropa interior, tumbados en la cama, dando la mano a las mujeres de la aldea que se asoman por la puerta de nuestro coche a saludar. Di que ellas no van mucho más vestidas que nosotros, pero la situación es de lo más cómica…. La aldea consiste simplemente en un par de familias, compuesta por los dos maridos, sus varias esposas y la numerosa prole de un amplio abanico de edades. Con Anthony de intérprete nos enteramos que el último blanco que se dejó ver por esta carretera fue un misionero hace más de 10 años….


Nos despedimos de la gente del poblado y seguimos ruta. Nos enfrentamos a un par de fuertes subidas con grandes piedras, pero afortunadamente nuestro “Ferdi” se porta como un campeón y esta vez no tenemos que darnos la vuelta. Subimos a una meseta, y es curioso porque el panorama cambia por completo. Cada vez el paisaje es más verde, las acacias van dejando paso a árboles de hoja caduca.


Un nuevo control que sorteamos sin problemas y poco más de hora y media tras abandonar la aldea, llegamos a Kotido. Lamentablemente y en contra de los que nos habían informado, allí no hay puesto de inmigración, así que descartamos ir a Kidepo y decidimos poner rumbo a Kampala, para pasar la nochevieja en la capital del país. Repostamos, invitamos a un pollo con posho (pasta de mijo, insulsa pero muy saciante que se come en estos países) a nuestros amigos y les acercamos al cruce donde se va a su aldea, que queda en dirección a Kampala. Al final nos lloran un poquito más y consiguen que les acerquemos hasta su aldea, a 40 kilómetros de Kotido. La aldea de Kachurri se encuentra en un inmenso valle, al pie de unos riscos y rodeada de campos de cultivo. Aquí ya no son turkana, sino karamajong.


Los hombres visten de forma similar, altos, a veces ataviados con falda y tocados con un sombrero decorado con una pluma y las mujeres con falda plisada y sin tantos collares como sus vecinas. Es llegar a la aldea, y Anna Rose y Anthony apenas nos dan tiempo a detener el coche. Saltan del mismo casi en marcha, y un grupo de personas que estaban sentados al pie de un árbol, al verlos se les escapan unos gritos de alegría. Vemos como nuestros amigos se abrazan a sus hijos, hermanos y amigos tras pasar 3 años sin verlos. La escena es conmovedora, y tanto Cristina como yo nos emocionamos con las caras de alegría que observamos. De hecho se me siguen saltando las lágrimas cuando escribo estas líneas rememorando la escena.


Nos enseñan sus pequeñas chozas, de adobe y techo de paja, una de suelo de tierra y la otra de suelo de cemento, que no tendrán más de 10 metros cuadrados y por mobiliario tan solo una estera en el suelo y la pequeña maleta que portaban Anna Rose y Anthony. Las posesiones de toda una vida, en un pequeño trolley rosa con la cremallera rota que pretendían cargar durante 4 días por las montañas…. Aún así, nos obligan a aceptar la invitación de una mirinda mientras nos presentan a toda su familia. Todos nos agradecen el favor de haberlos traído desde Kenia hasta la aldea, y nos despedimos de todos ellos con fotos y abrazos.


Con las emociones a flor de piel por este encuentro casual que sin duda recordaremos toda nuestra vida, ponemos rumbo a Kampala. Tras 6 horas de viaje por unas bacheadas pistas, llegamos a Mbale, donde buscamos un hotel para pasar la noche. Cuando cargamos nuestras bolsas a la habitación, Cristina descubre en el piso del coche un pequeño bolso marrón, de plástico y con la cremallera rota. Lo abrimos y descubrimos el documento de identidad de Anna Rose, un pequeño gorro de punto, un bálsamo de menta que se daba tras vomitar cuando le atacaba la malaria, una pequeña bufanda, unas monedas que no llegaban a medio euro y la lata de atún y unas galletas que les dimos. Con la alegría del encuentro, se le había olvidado en el coche. Tras las alegrías de esta mañana, se nos cae el alma a los pies. No es que el bolso tuviera nada de valor, pero para alguien que no tiene nada, cualquier mínima posesión es todo un mundo. Ya solo el hecho de tener que hacerse una foto para tramitarse un nuevo documento imagino que ya es una desgracia….


Hablamos con el director del hotel y le explicamos lo sucedido. Le confiamos el bolso con la esperanza de que consiga hacérselo devolver y le damos unos billetes por los gastos que pudiera correr. Nos planteamos el hacer el largo camino de vuelta hasta Kachurri, pero volver a pasar por esas carreteras, tras un largo día de viaje, sinceramente nos echó para atrás. Confiemos en ese Dios que nos puso en su camino y con la ayuda del director del hotel de Mbale, Anna Rose recupere su bolso….


Desde Mblae hasta Kampala, la carretera es estupenda, asfaltada, con un paisaje soberbio, verde infinito por todas partes. Jacarandas y ficus adornan los lados de la carretera donde se ven modestas casas con cuidados jardines. La gente ya no camina a los lados de la carretera portando pesados fardos. Se ven más motos y bicicletas cumpliendo esta función. A partir de Jinja, famosa localidad donde están las fuentes del Nilo Blanco y uno de los raftings más famosos del mundo, el tráfico se hace infernal, y cubrir los 70 kilómetros que separan ambas localidades nos lleva más de dos horas.


Pasamos 3 días en Kampala acampados en un hotel para mochileros a las afueras de la ciudad. Nos vamos a cenar a lo que podría llamarse un restaurante de lujo como cena de Nochevieja, y por menos de 30 euros per cápita con botella de vino sudafricano incluida disfrutamos de una suculenta cena en The Bistro. En un supermercado nos compramos a precio de queso francés unas uvas para celebrar la entrada al 2015 al más puro estilo hispano, y bien que nos las tomamos mientras los kampaleños admiran los fuegos artificiales del Sheraton. Y es que la tradición ugandesa para despedirse de un año y dar la entrada al que viene es paralizar toda la ciudad a las 12 de la noche y contemplar los fuegos artificiales que se que lanzan desde los jardines del famoso hotel. El resto de días los usamos para sellar nuestro pasaporte en la oficina de inmigración y descubrir la ciudad en Boda-boda (motos que se utilizan como taxis y que admiten hasta 4 pasajeros) mientras nuestro “Ferdi” descansa y se pone a punto en un taller.


Con el coche y el pasaporte en orden, ponemos rumbo al Parque Nacional de Murchison. A parte de los 40 dólares de entrada, nos quieren cobrar 150 más por llevar un coche de matrícula extranjera, y es que el gobierno ugandés, así como los de Kenia y Tanzania, están empeñados en que el turismo que viaje a sus países sea de alto standing, y año tras año incrementa los precios de los parques sin al parecer un techo en el horizonte. Al final al ser agencia de viajes, y como hay una pegatina de la agencia en la puerta de las oficinas del parque y otra en el coche, conseguimos que nos rebaje esa cantidad, pero ya nos echa para atrás la visita a otros parques, porque en todos hay que pagar tal impuesto revolucionario.


Al poco de entrar, nos abordan una pareja de españoles, sorprendidos al ver la matrícula de nuestro coche. Se tratan de Albert y Anna, pareja de Barcelona, algo mayores que nosotros y que se han alquilado un coche y están descubriendo la magia de Uganda durante estas Navidades. Alegres, de conversación más que agradable y grandes viajeros, con los que además compartimos amigos en común. Desde el primer instante conectamos y disfrutamos dos días en el parque con ellos, contemplando elefantes, jirafas y hasta un león. El primer día acampados en el delta que forma el Nilo Blanco con el lago Alberto, escuchando durante toda la noche los gruñidos de los hipopótamos que pastaban sobre las hierbas en los alrededores de nuestro campamento, tan solo iluminado por una hoguera y la luna llena alumbrando las praderas del parque de Murchison, bautizado así por su descubridor y en honor al presidente de la sociedad geográfica del momento.


La segunda noche acampamos sobre la cascada de Murchison (la tercera más grande Africa) en un solitario descampado, donde tras contemplar la fuerza del agua empotrándose entre las rocas y rebotando en una caída de 80 metros de altura, nos pegamos una merecida ducha a escasos 30 metros de la caída del agua, en un remanso del río, con el agua por la rodilla y echándonos por la cabeza cubos de agua del Nilo, algo que no se puede decir que se haga muy a menudo. La noche fue de ensueño: Una hoguera a los pies del río Nilo, que ruge feroz a nuestro lado, una cerveza en una mano, una agradable charla y una impresionante luna llena iluminando la cascada.


Con pena y con la promesa de volvernos a ver cuando concluya nuestro viaje, nos despedimos, ellos rumbo al aeropuerto para emprender el regreso a casa y nosotros camino de Ruanda. Hacemos un alto en el cráter del lago Nkuruba, en un camping idílico bajo la sombra de las montañas Rwenzori, a los pies de un lago en el cráter de un extinto volcán, cubierto de vegetación y donde tan solo se escuchan los chapoteos de un solitario hipopótamo y los gritos de los numerosos monos que pueblan la zona. Uno de esos paraísos perdidos que no merece la pena desvelar a otros viajeros y que prefieres guardarte para ti. Así que ya sabéis, por favor, guardadme el secreto….