artes y letras. narrativa española

Ana María Matute y Carmen Martín Gaite: hadas hasta en los semáforos

Palabras y libros de dos grandes escritoras españolas, ampliamente galardonadas, que llevaban un mundo dentro

Ana María Matute, en 2008, durante una visita la Exposición Internacional de Zaragoza.
Ana María Matute, en 2008, durante una visita la Exposición Internacional de Zaragoza.
Juan Carlos León/HA.

De la mano de Ana María Matute conocí un reino de fantasía que ella supo inventar para protegerse del miedo a los bombardeos y la crueldad de las monjas de su infancia. Sus libros poblados de trasgos, hadas y otras criaturas del subsuelo son bosques misteriosos en los que se agazapa con igual intensidad la crueldad humana y la ternura y, al atravesarlos, nos vamos dando cuenta de que, en realidad, vamos en busca «de la presa más difícil de alcanzar» que somos nosotros mismos.

Extranjera en «la raza de los adultos», su imaginación se expande cuando, abandonada a la «buena soledad», vive al margen de las intromisiones y exigencias de un mundo exterior que la rechaza por «rara». «Ovejilla negra» en su numerosa y burguesa familia catalana, la joven escritora se bebe a grandes tragos la Barcelona de los 50. Mujer única entre hombres, la «hombreriega» Ana María regresa de madrugada a casa de sus padres «cargadita de copas» después de haber pasado la noche hablando de literatura en las mesas baratas y mugrientas del peligroso barrio chino. Sus ojos flotan entre la magia y la belleza de una ciudad llena de color y olor a mar que nace al día «con grandes cestos de naranjas» en las Ramblas y «camiones con las primeras flores para los puestos». Cuando en 1948, con 23 años, ve publicado su primer libro (‘Los Abel’), duerme abrazada a él toda la noche convencida de que, por fin, ha encontrado «esa palabra extraordinaria que todos llevamos dentro».

Después, vienen años de escasez, de infelicidad matrimonial y de escribir en incómodas mesas de cafés «entre el vaho de la cafetera y los cristales empañados» con su hijo sentado en las rodillas. Hasta que un día se arma de valor y atraviesa sola una espesura llena de peligros para encontrar un paisaje más amable en el que seguir viviendo: «No me fui solo de la casa. Me fui de cada mueble, de cada ventana y siempre andaré huyendo de allí, desde aquel día».

Ana María Matute: «No me fui solo de la casa. Me fui de cada mueble, de cada ventana y siempre andaré huyendo de allí, desde aquel día»

Cuando, tiempo después, la depresión agarra el corazón de Ana María Matute (1925-2014), ella está otra vez enamorada y vive desprevenida. Tras años de censura, sus libros se publican y se premian, es una madre feliz y, sin embargo, solo se atreve a escribir un «diario negro» que la ayude a entender lo que le pasa. «Me sentía como una silla sin nadie, apoyada al borde de una mesa sin mí, mi propia ausencia». En su silencio que dura casi 20 años sigue persiguiéndose a sí misma y no deja de buscar «esa palabra mágica, la palabra que nos ayuda a alcanzar la plenitud, esa palabra especial donde parece residir el sentido total de la vida».

Carmen Martín Gaite practicó todos los géneros: traducción, ensayo, narrativa, poesía.
Carmen Martín Gaite practicó todos los géneros: traducción, ensayo, narrativa, poesía, siempre tocada por su característico gorro.
Julián Martín.

Carmen Martín Gaite. 'Lo raro es vivir'

El Madrid de los 50 no tenía ni el color ni el olor de Barcelona, era más bien «un secano cultural», la capital de un país pobre y analfabeto al que Carmiña -Carmen Martín Gaite- acababa de llegar desde Salamanca recién licenciada en Filosofía y Letras. Joven indolente y sin ambición por entonces, vivía entre el calorcito del «bulto» de sus amigos Aldecoa, Benet y Ferlosio, imprescindibles interlocutores con los que compartía literatura, conocimiento y amor. Charlaban los amigos interminablemente en los cafés Gijón y Comercial, «refugios intemporales» que les hacían más «llevadera la espera del porvenir» y paseaban sin prisa y sin dinero por las calles de Madrid. Lectora voraz de filósofos y pensadores, buceó en sus textos para vislumbrar alguna luz de entendimiento que pudiera suavizar el terrible impacto de la vida.

"... esa mirada infinita que proyectó sobre la brevedad de la vida, pero, sobre todo, Carmen escribió a pesar de sí misma porque no pudo dejar de contar este cuento de nunca acabar que es el milagro de vivir"

Pero Carmiña fue, sobre todo, una escritora existencial dotada de una inteligencia alerta a la que inquietaba la soledad del ser humano y «la ruina» que deviene con el inexorable paso del tiempo. Así, cuando su cuarto de atrás estaba revuelto y desordenado, confiaba sus pensamientos e inquietud a Juan Benet, el gran amigo con el que hablar era un inmenso placer porque le desbarataba ideas y se expresaba con una franqueza inusual que ella agradecía, o a Ignacio Aldecoa, compañero de estudios de filosofía y de tantos sueños rotos, y a Sánchez Ferlosio, Rafael, marido de breve amor y largo olvido y padre de su hija Marta. Depositarios todos del legado sentimental y literario de Carmen y sin los que su palabra no habría podido enhebrar tantos mundos.

Ellos y su hija, joven caperucita que a los 30 años se perdió para siempre por los laberintos de Manhattan, le dieron «pie para hablar y decir lo tan larga y celosamente callado» a sabiendas de que «nuestras más íntimas zozobras y desolaciones nadie las puede abrigar ni compadecer» y van a parar «al solitario pudridero donde la ruina de cada uno se gesta silenciosamente».

Carmen se sentó a escribir en su mesa cada día, cuando amó la vida y cuando quiso morir tras la muerte de su hija, porque no quería tirar a la basura «un pelotón de hojas del calendario» y porque quiso dejar constancia de lo que veían y sentían sus ojos, esa mirada infinita que proyectó sobre la brevedad de la vida, pero, sobre todo, Carmen escribió a pesar de sí misma porque no pudo dejar de contar este cuento de nunca acabar que es el milagro de vivir.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión