artes y letras

Por amor a la vida y al paisaje: la pintura de Francisco Pradilla (1848-1921)

La antológica del pintor en el Museo de Historia de Madrid ha recibido hasta el pasado 30 de abril casi 60.000 personas

El cuadro 'Así transcurre la vida', del monasterio de Piedra, realizado en 19098.
El cuadro 'Así transcurre la vida', del monasterio de Piedra, realizado en 19098.
Pradilla.

Francisco Pradilla (Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1848-Madrid, 1921), con motivo del primer centenario de su muerte en Madrid en aquel palacio neomudéjar donde vivía, fue objeto de distintas exposiciones: en Zaragoza y en Villanueva de Gállego, en Madrid (en el Museo del Prado) y hasta el 14 de mayo de 2023 en el Museo de Historia de Madrid. El pasado 30 de abril habían visitado la muestra 58.454 personas y hubo de prorrogarse.

Esa exposición, muy cuidada y distribuida con mucho mimo, ofrece algunas novedades: cuadros que no se habían visto, copias realizadas por el pintor algo más pequeñas que un original de gran formato y algunas lecciones. Francisco Pradilla fue esencialmente un pintor. Un pintor, de arriba abajo, lienzo a lienzo, pincelada a pincelada, un hombre minucioso más que obsesivo que no buscó exactamente contar su mundo sino soñarlo, imaginarlo, atraparlo y recrearlo. No fue ni quiso ser un filósofo como Goya, ni un visionario que fue más allá de lo que veía. No. Fue un pintor de taller, un pintor del natural, un pintor de paisajes; fue un pintor de naturalezas y frondas de modo tan contundente como lo fue de Historia, algo que ya se había convertido en un tópico.

Su máximo especialista, Wifredo Rincón, que lleva más de 40 años estudiando su vida y su obra, y rastreando esos cuadros perdidos, desaparecidos o sencillamente ocultos, ya hizo esa apuesta en la Lonja de Zaragoza: en Francisco Pradilla había muchos pintores. Un pintor de naturaleza, un pintor de multitudes y de fiestas, un pintor de espacios que casi resultan oníricos, o tamizados por la rutilante sinfonía de la luz, un pintor de retratos, un pintor de bodegones y, por supuesto, un pintor de Historia.

Visiones de la naturaleza

No podemos olvidar cuadros magistrales como ‘El suspiro del moro’, ‘La rendición de Granada’ (que aquí se muestra en una versión reducida) o sus aproximaciones a Juana la Loca, que fue el personaje histórico de su trayectoria; la pintó más de una docena de veces, siempre con una sensibilidad especial, con un amor al detalle y a la ambientación melancólica, presidida por la pena, el silencio y el aciago destino.

Uno de los cuadros de Juana la Loca está depositada en el Prado; como recordará el visitante de la Pinacoteca Nacional, en las salas del siglo XIX cuelga una impresionante pieza que conmueve del mismo modo que conmueve el cuadro ‘Los amantes de Teruel’ de Muñoz Degrain, que le hace compañía. Aragón está muy presente en esas salas.

Joaquín Sorolla reconoció en Pradilla a uno de sus maestros capitales. En la muestra se ven piezas realmente sofisticadas: esa visión de la naturaleza tan refinada y tan elegante. Esa pincelada que define un atardecer en las Pontinas (quédense un instante con ‘Niebla de primavera’), una escena o varias en el Berbés en Vigo (de allí era su mujer, Dolores González Villar: dicen que se conocieron poco después de que el pintor aragonés salvase a alguien de perecer ahogado), un cuadro alegórico, casi simbólico ya, del reposo de los amantes, como ocurre en la obra ‘Mal de amores’, que representaría una escena cortesana de amor y añoranza del siglo XV.

La exposición de Madrid concluye, por decirlo así, con piezas que muestran el vigor del artista, la hondura y la plasticidad de su paleta, incluso su sentido del movimiento. El garbo y el cromatismo de las masas. Una de ellas es ‘El viernes santo en Madrid. Paseo de mantillas’, donde las veladuras y las transparencias rivalizan con el mismísimo Goya, y el ‘Retrato de la marquesa de Encinares’, que le emparienta con Madrazo, Fortuny o el propio Joaquín Sorolla. Es una obra excepcional, donde el pintor crea una imagen real y sublimada.

Y antes, habíamos podido ver una pieza, que no es que sea insólita o distinta, pero sí es magistral o postimpresionista, casi sorprendente en Pradilla: ‘Así transcurre la vida’, de 1908, que representa el paraíso del monasterio de Piedra, donde estuvo en varias ocasiones.

Las comisarias Sonia Pradilla, bisnieta del pintor, y Soledad Cánovas del Castillo han hecho una gran labor con valiosas aportaciones. Han encontrado una pequeña autobiografía que Francisco Pradilla mandó a Múnich porque le iba a entregar una distinción, y cuenta varias cosas, algunas relacionadas con su traslado de Villanueva a Zaragoza, y luego a Madrid, así como sus colaboraciones en el teatro. También ofrece el catálogo una buena selección de su epistolario remitido a amigos, colecciones, pintores y marchantes, entre otros.

Correspondientes suyos fueron el político Antonio Maura, los artistas José y Mariano Benlliure, el escritor Benito Pérez Galdós, muy vinculado con Zaragoza y Aragón. Y novedad también es la aportación y la cronología de sus medallas. Y se recuerda, claro, su éxito y el hundimiento de su banco, su estancia en Roma durante 30 años, su regreso a España y le descalabro del Museo del Prado, que dirigió.

Más o menos famoso, Francisco Pradilla es un pintor capital de su tiempo. Y abrió caminos por pura vocación y por entrega. El pincel pensó y sintió con él.

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