artes y letras

Auster y la sombra de Crane

La llama inmortal de Stepen Crane - Paul Auster. Traducción de Benito Gómez. Seix Barral, Barcelona, 2021.

Tras la monumental novela ‘4321’,Auster se centra en un narrador pionero de su país: Stephen Crane (1871-1900).
Tras la monumental novela ‘4321’,Auster se centra en un narrador pionero de su país: Stephen Crane (1871-1900).
J. P. GANDUL/EFE/SEIX BARRAL

Auster ha invertido algo más de una década en sus dos últimos libros. Un esfuerzo titánico para cualquier escritor, del que él ha sabido salir ileso y crecido. Tras la descomunal ‘4321’, con un formato que rebasaba las 900 páginas, extensión inhabitual en el de Brooklyn, pensábamos que Auster haría poda en su nuevo libro, pero no: previó 200 páginas y se le fue a algo más de un millar. No tema el lector: los formatos breves de Auster volverán, pero si la vida poliédrica de Archie Ferguson necesitaba en ‘4321’ una factura monumental, este memorial sobre el olvidado Stephen Crane (Newark, Nueva Jersey, 1871 –Badenweiler, Alemania, 1900) no montará grasa o relleno alguno en esta fascinante biografía del más grande, precoz y fugaz hombre de acción que ha conocido Estados Unidos.

Es un consuelo encontrar biografías rigurosas que han sido concebidas y tratadas con la prosa y técnica de la ficción documental. La fidelidad a la realidad no requiere moldes tan rígidos como los que abundan en las biografías académicas, con tanta frecuencia empeñadas en ahogar la vida en el dato y la nota al pie. Auster peca quizá del «síndrome de Estocolmo» del que suelen adolecer aquellos biógrafos que se identifican demasiado con su objeto. Ambos empezaron jóvenes, sufrieron penurias y trabajaron lo indecible, sin embargo, hay tantas diferencias entre uno y otro, la prosa es tan viva y la lectura tan ligera y poderosa que el libro rara vez pierde tono.

De niños, leímos a Crane y ‘La roja insignia del valor’, aprendimos en la adaptación de Huston ‘Medalla roja al valor’ el precio de la guerra y el miedo atroz a morir. Pero no supimos quién fue Crane, más allá de la crudeza de su verbo. Auster nos devuelve a un hombre extraordinario, un escritor al que el éxito alcanzó tan rápido como la muerte, un autor a la altura de Melville, Hawthorne o Twain, un precursor de Hemingway.

Stephen Crane necesitaba este relato apasionado y apasionante para no apagarse de nuevo. Su vida fue un incendio breve pero intenso. Apenas veintiocho años para poner patas arriba el sistema con sus relatos y crónicas de la vida americana, con sus luces y sus sombras. No necesitó guías ni maestros, tan solo amigos y lectores.    No se sujetó a tradiciones o discursos. Empezó pegando duro, donde más duele. Lo hizo como periodista denunciando las brutales cargas policiales de 1896 durante los discursos del candidato demócrata William J. Bryan.

Su amistad con Roosevelt y con el jefe de policía de Nueva York tampoco le impidieron enfrentarse al sistema para testificar a favor de Ruby Young, alias Dora Clark, una amiga que se dedicaba a la prostitución y que fue acusada de forma injusta por el policía corrupto Charles Becker, quien ostentaría años después el triste deshonor de ser el primer policía del Estado de Nueva York condenado y ejecutado por el asesinato en primer grado de un jugador de Manhattan. Crane se encontró con la incomprensión de todas sus amistades influyentes, pero cómo no hacer honor a su leyenda de reportero íntegro y leal a la verdad.

Eran los años dorados de la prensa norteamericana, donde editores como los legendarios Joseph Pulitzer o William Randolph Hearst -Crane trabajaba para su ‘Morning Journal’- publicaban, solo en la ciudad de Nueva York, 18 periódicos en inglés y 19 en otros idiomas. Crane fue un pionero: el primer periodista influyente de la historia de la prensa. Sus crónicas condicionaron el resultado de procesos electorales y el número de sus seguidores inquietaba a las estructuras del poder con demasiado frecuencia.

Son fascinantes las páginas, textos y comentarios dedicadas al Crane reportero de guerra, los episodios de Grecia, la cobertura de la guerra de independencia cubana, el naufragio frente a la costa de Florida del que solo sobrevivieron él y el capitán en un viejo bote salvavidas, que daría pie a su soberbio relato ‘Un bote salvavidas’. Aquellos cuatro días a la deriva le ocasionaron una tuberculosis que acabaría por llevárselo a la tumba. No desmerecen los retratos de los fumaderos de opio del bajo Manhattan, los mineros de Pennsilvania o los días en México, donde las estampas de expatriados que beben y se juegan los cuartos a perder un día sí y otro también, compiten con trepidantes relatos sobre persecuciones a caballo o estremecedores episodios en la capital. De aquellos años guardó en una pared una manta, una espuela y un revólver.

Poco antes de morir, recibió la visita de Henry James. También la de Joseph Conrad. Uno imagina a ambos contemplando en silencio los barcos que zarpaban del cercano puerto de Dover. Crane acababa de cruzar demasiado pronto o demasiado tarde la línea de sombra, esa frontera que los marineros identificaban con la madurez y que Conrad novelaría años después pensando, quizá, en su amigo.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión