entrevista

María Frisa: "En el colegio era la más torpe"

Barcelona, 1969. Escritora. Zaragozana de raíces y corazón. Su extensa obra literaria ha recibido numerosos galardones y ha sido traducida a doce idiomas. La saga infantil ‘75 consejos para sobrevivir a…’ conquistó a más de doscientos mil lectores. Su última novela es ‘El nido de la araña’.

María, con cinco años, con su hermano Alberto, en la iglesia de San Antonio de Padua
María, con cinco años, con su hermano Alberto, en la iglesia de San Antonio de Padua
M. F.

¿Recuerda su infancia como una época feliz?

Con la enorme sabiduría que proporciona la edad, creo que tuve una infancia bipolar. En el colegio me sentía bastante desgraciada, vivía con un miedo constante a los exámenes, sobre todo a los de flauta de sor Rocío, a los motes de las otras niñas, a fallar. Pero en Torralbilla (Zaragoza), el pueblo de mi padre en el que pasaba los eternos meses de verano, era tremendamente feliz.

¿Qué le hizo reír por primera vez?

Por las noches, una vez que mi hermano Alberto y yo nos acostábamos, mi padre venía a nuestra habitación a contarnos cuentos. Siempre queríamos uno más, uno más, uno más. Así que él terminaba haciéndonos cosquillas hasta que nos rendíamos.

¿Qué le hizo llorar?

Supongo que no fue la primera vez, pero recuerdo un sofocón tremendo cuando tenía cuatro años. Los Reyes Magos me trajeron un cochecito de charol rojo para pasear a las muñecas. Era precioso, la cosa más bonita que había tenido. Una tarde, al volver del colegio, me encontré con que mi hermano lo había acercado a la estufa y la parte delantera se había convertido en un apestoso plástico negruzco.

¿Qué era en el patio del colegio?

La más torpe. Hay una anécdota que suelo contar en las charlas que doy en los colegios. Jugábamos a balón prisionero y yo siempre era la última que elegían las capitanas porque nadie me quería en su equipo. Salía dispuesta a darlo todo, a luchar, a que se dieran cuenta de que se equivocaban conmigo. Pero en cuanto lanzaban el primer balonazo, hiciera lo que hiciera, me alcanzaba, me mandaban al campo de prisioneros y ahí pasaba el resto del recreo levantando los brazos “aquí, aquí” y nunca me rescataban.

¿Se sentía rara, especial, diferente?

En el colegio, la mayor parte del tiempo sentía impotencia. Por mucho que me esforzara no conseguía saltar bien a la comba, ni a la goma, ni aprobar los exámenes, ni contentar a los profesores. En Torralbilla me sentía diferente en el sentido contrario: era una mandona con mis amigos.

¿Recibió algún castigo que le dejara huella?

Mis padres eran refinadamente crueles y si mi hermano y yo nos pegábamos más de lo normal, nos castigaban esa semana sin ver el programa ‘Uno, dos, tres…responda otra vez’.

¿Cuál fue la calle de su infancia?

En Zaragoza, jugábamos al lado de las vías del tren que había al final de la calle Tenor Fleta, y que ahora están cubiertas. En Torralbilla, el pueblo entero.

¿Cuál es el episodio de su infancia o adolescencia que con más frecuencia vuelve a su memoria?

Más que un episodio es una atmósfera, un olor, una sensación, el de las noches de verano en que todo parecía posible y el futuro era nuestro campo de juegos.

¿Era religiosa?

Ni me planteaba que se pudiera no serlo. Ser religiosa era como comer, algo que había que hacer, te apeteciera o no. Ya en el instituto empecé a tomar conciencia crítica y no me confirmé.

¿De qué modo le hizo sufrir el sentido del pecado, la sensación de mala conciencia?

La mala conciencia, el “qué dirán” y un excesivo complacer, es algo que me inculcaron tan hondo, tanto en el colegio como en mi casa, que me costó muchos años liberarme. He cargado con toneladas de culpa por auténticas tonterías.

¿Cuál fue su primer contacto con la muerte?

La muerte de mi abuela paterna. Yo era pequeña y no estaba demasiado unida a ella, así que lo que más recuerdo es que esa tarde mi padre nos apagó la televisión y no nos dejó ver los dibujos animados porque estábamos de luto. La muerte como un fastidio.

¿Cuál fue la primera estrella de cine que le fascinó?

Me impresionó vivamente la película ‘Zampo y yo’. Anhelaba ser esa niña, Ana Belén. Y los sábados en que mis abuelos nos llevaban al cine Rialto -estaba en la avenida San José- a ver películas de Tarzán, eran una fiesta.

¿Cuál fue la primera canción que memorizó?

A mi madre le gustaba mucho Jorge Sepúlveda y Antonio Machín, las escuchaba a menudo y me las aprendí todas. La que silbé con más ganas fue, sin duda, la de ‘Verano Azul’ montada en una bicicleta.

¿Cuáles fueron sus grandes amistades?

No concibo mi infancia, e incluso mi adolescencia, sin mi hermano. Solo soy catorce meses mayor que él y, aunque a veces era un auténtico estorbo, teníamos una gran complicidad y podíamos pasarnos tardes enteras jugando a las cartas o a un Monopoly que nos hicimos nosotros mismos.

De todo lo que le enseñaron sus padres, ¿qué es lo que caló en usted con más fuerza?

Puede que suene cursi, pero el amor. Su amor incondicional ha sido una manta que me ha abrigado todos y cada uno de los días de mi vida. Algo de lo que jamás he dudado. He intentado transmitirles ese sentimiento a mis hijos.

¿Por qué estudió Psicología?

Porque siempre me ha fascinado el comportamiento humano. La importancia de los genes, del ambiente o hasta qué punto un neurotransmisor puede condicionar una vida.

¿Hay algún defecto o debilidad que detectara en su infancia y que aún no ha logrado superar?

Padezco Trastorno de déficit de atención, algo que me complicó mucho aquellos años de colegio. Por suerte, soy tenaz y a base de caerme y levantarme, fui aprendiendo “trucos” que mejoraron mi desempeño. Como no creo que del sufrimiento se extraiga ninguna lección moral, defiendo la importancia del diagnóstico precoz y proporcionarles todo el apoyo que precisen.

Si pudiera viajar en el tiempo y regresar a sus primeros años durante un día, ¿a qué día volvería?

A cualquiera de las fiestas de San Lorenzo en Torralbilla con todos mis amigos, mi hermano, mis padres, mis abuelos. Eran los días más felices del año.

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