Por
  • José-Carlos Mainer

Costa y el nacionalismo español

Eran frecuentes en prensa de la época caricaturas de los 'héroes y profetas del saber'
Eran frecuentes en prensa de la época caricaturas de los 'héroes y profetas del saber'
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El nacionalismo y la tautología son parientes próximos. El vocabulario predilecto de aquel invoca las ‘raíces’ y exalta la ‘identidad’ como cosas eternas. Y prefiere pensar que es una fe inmemorial e ignorar que, en rigor, es una invención moderna... El nacionalismo es hijo del siglo XIX, cuando las doctrinas políticas sobre el ‘pueblo’, los procesos educativos y los intereses del poder convinieron en exigir una certificación de la unidad nacional como premisa del Estado moderno. En esto tuvo mucha parte tanto el entusiasmo europeo por el meteoro napoleónico como, paradójicamente, lo tuvo la lucha de los pueblos contra la voracidad de la Grande Armée: Tolstoi narró muy bien la paradoja en ‘Guerra y paz’.

El relativo ‘fracaso’ del nacionalismo español estribó pronto en dos dificultades notables: la primera es que adquirió su madurez casi a la vez que se formulaban los nacionalismos periféricos, que impugnaron la viabilidad del modelo unitario; la segunda dificultad dimanó de la confrontación de un nacionalismo conservador (heredero del catolicismo antiilustrado desde finales del XVIII) y otro progresista, con ribetes marcadamente populistas.

El referente del nacionalismo reaccionario del XIX fue un contemporáneo de Costa, Marcelino Menéndez Pelayo, más por cuenta de sus obras juveniles -‘La ciencia española’ e ‘Historia de los heterodoxos españoles’- que por sus convicciones y preferencias de madurez. Pero la posteridad es dura de mollera y no quiso saber mucho del fecundo diálogo del conservadurismo de don Marcelino con el progresismo liberal y patriótico de Galdós, quien supo contar en los ‘Episodios nacionales’ la compleja historia del sentimiento nacional de España entre Carlos IV y Cánovas. El legado de nuestro Joaquín Costa -el tercer padre del nacionalismo hispano- parece menos claro: unos lo definen por su cercanía a la laica y republicana Institución Libre de Enseñanza, y otros prefieren encarnarlo en el dolorido grito de queja ante la ‘humillación’ nacional de 1898 y exaltar a quien por entonces abominó de los partidos y reclamó un ‘cirujano de hierro’.

"En 2021, tenemos la impresión de que la fortuna de Costa se ha diluido en el magma de la conciencia histórica y la cultura de la memoria del presente"

Todos tienen razón pero Costa fue -antes que otra cosa- un romántico pertinaz. Sus diarios nos recuerdan que leyó a Chateaubriand, la máxima expresión del ‘yo’ romántico, y ‘El conde de Montecristo’, de Dumas, que quizá sea la más fértil acuñación del heroísmo en un tiempo donde contaban sobre todo el poder político, las influencias y los dineros. Pero también devoró a Jules Verne en los días de la Exposición Universal de París, cuando los ‘Viajes extraordinarios’ eran una novedad, y tuvo el propósito de escribir una novela, ‘El siglo XXI’, en la huella del narrador francés. Sabemos que concibió poemas narrativos sobre ‘El Sinaí’ o ‘Los hebreos’ (que no dejaría de ser la contemplación del destino manifiesto de un pueblo) y sobre el conquistador Hernán Cortés (tan admirado en los siglos XVIII y XIX, por el Cadalso de las ‘Cartas marruecas’ o por la ‘Vida’ de Manuel José Quintana). Y proyectó una serie de relatos históricos, bajo el título de ‘Novelas nacionales’, que empezaría con un volumen sobre la fundación romana de Osca, al que seguirían un relato sobre los almogávares y otro sobre el periodo 1812-1823.

A todo esto habría que añadir un elemento romántico más, hijo de la desazón que siempre estimula el nacionalismo: la temprana percepción de su fracaso personal. El dramático masoquismo costiano invade el texto de sus memorias juveniles (que ahora podemos leer en la edición de Juan Carlos Ara) y perseveró en los autoanálisis y balances pesimistas que prodigan sus cartas. Con apenas dieciocho años su modelo vital era Benjamin Franklin, de modesto origen como él y plurales dedicaciones, tal como había leído en las páginas de ‘El tío Pedro o el sabio en la aldea’. Un lustro después, se lamentaba: “¡Y yo que había sacrificado todos mis sentimientos, toda mi historia, a una sonrisa de gloria, a un ideal de amor! ¡Cada vez que leo un periódico o un libro sufro horriblemente! ¡No ser escritor! ¡No ser economista! ¡No ser filósofo! ¡No ser agrónomo! ¡No ser poeta! ¡No poder estudiar!».

Pero estudió mucho y escribió sobre casi todo... Su idea de una Historia hecha por personalidades que habían impuesto su programa a pueblos desorientados tuvo su mejor ejemplo en el libro que concibió en 1895 bajo el rótulo de ‘Tutela de pueblos en la Historia’. La esbozó como objeto de un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid, entonces dirigido por Segismundo Moret y donde Costa presidía la Sección de Historia. El proyecto originario incluía desde Hammurabi, Amenofis y Moisés hasta Pedro I de Rusia, Federico de Prusia, Georges Washington, el canciller Bismarck e Iwakura Tomomi, iniciador del Japón ‘meiji’, incluyendo a los hispanorromanos Sertorio, Trajano y Teodosio, Isabel I de Castilla y los jesuitas españoles que crearon las reducciones indígenas del Paraguay.

Pero aquel curso acelerado de regeneración, que contaba con la participación de Manuel Murguía, Eduardo de Hinojosa, Rafael María de Labra, Menéndez Pelayo, Francisco Giner de los Ríos, Juan Valera y Gumersindo de Azcárate, entre otros, no se llevó a efecto. Sin embargo, Costa siguió empeñado en su pretensión de integrar en sus designios a aquellas figuras cercanas casi todas a la Institución Libre de Enseñanza. Unos años después saltó a la política activa y, en carta del 10 de enero de 1903, el fundador de la Institución, Francisco Giner de los Ríos, le reiteró que, aunque en su programa «casi todo me parece excelente, [...] en cuanto al camino y al método, no lo hallo tan claro». Y añadió con la fina sorna que suele aflorar en sus cartas: "En cuanto a V., no sé por qué camino puede ir a sitio desde donde hacer lo que le toca. V. no quiere ir a las elecciones -¿ni aun a las de ahora?-; V. no va a sublevar soldados; a V. no le va a llamar el rey; de re-pública no hay más que la de Alonso Martínez, ¿qué hacer?"... Giner tenía razón. Pero Costa, el impaciente, no se lo perdonó.

*José-Carlos Mainer, Universidad de Zaragoza

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