‘Santolea ¡existió!’, el testimonio de la desaparición de un pueblo aragonés

El Grupo de Estudios Masinos publica un libro que recupera la historia de la localidad con datos e imágenes inéditos

Mariano, el cartero de Santolea, hacia 1954. Al fondo, la localidad.
Mariano, el cartero de Santolea, hacia 1954. Al fondo, la localidad.
Heraldo.es

"Cuando fuimos a dar de alta el libro en el ISBN no sabíamos cómo calificarlo, si de historia, de etnología...". Así resume Ricardo Martín la obra que ha coordinado junto a Andrés Añón y que se acaba de publicar. ‘Santolea ¡existe!’ es un libro mestizo, que tiene mucho de historia y de etnología, pero también de memoria, de periodismo, de fotografía... Todo en torno a una localidad que dejó de existir y cuyos vecinos se dispersaron por el avance de un embalse. Ahora, todo su pasado queda recogido en el libro. "El proyecto nació hace ahora más de 10 años en el seno del Grupo de Estudios Masinos –añade Ricardo Martín–. Allí empezamos a recopilar información y fotografías pensando en publicarlas algún día".

Santolea es un despoblado del Maestrazgo turolense. El pueblo desapareció a principios de los años 70 por el embalse que lleva el nombre de la localidad aunque, a diferencia de otros pueblos que han pasado por experiencias similares, en realidad el caserío nunca ha llegado a estar sepultado por las aguas. El pueblo, incluso con el recrecimiento de 1970, queda unos 10 metros por encima de la cota del embalse.

"Lo que ha pasado en Santolea podría definirse como un abandono por etapas", apunta José Aguilar, que nació allí en 1934 y que en las últimas décadas ha dedicado la mayor parte de su tiempo libre a recopilar testimonios, fotografías y datos sobre su pueblo. Buena parte de ellos se incluyen ahora en el libro.

"Santolea es un santuario para mí. A pesar de que el pueblo ha desaparecido, hemos buscado datos, completado genealogías y reconstruido su pasado. Nunca fue una localidad muy poblada: en 1877 alcanzó su registro más alto, con 847 personas, y sus últimos habitantes se fueron a finales de los años 60. Calculo que nacidos en el mismo Santolea quedaremos ahora unas 90 personas, todas desperdigadas por el mundo, algunas en Argentina, Brasil, Panamá o Francia".

El trabajo de José Aguilar, que prácticamente tiene todo el pueblo en la cabeza, casa por casa y sus respectivos habitantes, ha sido clave en el libro. Como lo han sido también Miguel Perdiguer y sus fotografías. Perdiguer, que está a punto de cumplir 103 años y tiene la cabeza llena de recuerdos coloristas, evoca: "Viví allí hasta los 11 años, aunque luego, lógicamente, he mantenido los lazos. Antes de la guerra civil era un pueblo totalmente agrícola, cuyos vecinos eran gente pacífica que tenía lo justo para sobrevivir. Cada casa era una pequeña granja. En la planta baja era donde se guardaban las mulas y solía haber una corraleta en la que se criaba un cerdo, o dos, si uno de ellos estaba destinado a la venta. Hambre no se pasó nunca aunque abundancia nunca la hubo. La riqueza de cada casa se medía por el hecho de si era capaz, o no, de coger trigo para alimentarse a lo largo de todo el año".

El origen de Santolea se remonta al siglo XIII. La idea de hacer el embalse surgió a principios del XX "porque a Caspe no llegaba agua del Guadalope y desde allí empezaron a mover el asunto". Empezó a construirse en 1927 durante la dictadura de Primo de Rivera y las obras terminaron con Alcalá Zamora como presidente español durante la II República, en 1932. El agua anegó la mayor parte de las huertas y en menos de una década la población de Santolea se redujo a la mitad. El pueblo, que se articulaba en torno a tres calles principales, quedó maltrecho pero vivo, y en 1970 llegó el golpe mortal: un recrecimiento del pantano y en 1972, dos años después del abandono, sus casas fueron demolidas para que los vecinos no pudieran regresar. Quedó en pie el Calvario (hoy en ruinas), el cementerio y muy poco más.

Fiestas de San Antonio. La Encamisada en la plaza del Torrero. Imagen de la década de 1939.
Fiestas de San Antonio. La Encamisada en la plaza del Torrero. Imagen de la década de 1939.
Heraldo.es

Perdiguer, que tuvo su primera cámara fotográfica a los 14 años y posee vivos recuerdos del paso de las columnas anarquistas por la comarca durante la guerra, tiene en la actualidad un archivo fotográfico de 180.000 imágenes ( "al menos eso es lo que me dice el ordenador", asegura). De ese fondo han salido casi el 80% de las imágenes publicadas en el libro. "En los 70 se expropiaron y pagaron todas las tierras del término municipal –recuerda–, porque hasta entonces solo se habían pagado las que inundó el agua. Apenas quedaron unas fincas marginales. La gente marchó llorando porque se les pagaron cantidades irrisorias. Marchó a otros pueblos de la comarca o a Barcelona, ciudad a la que tradicionalmente se emigraba. Todo aquello se vivió con mucha tristeza, con mucho dolor. Pero, si valoramos ahora todo lo sucedido, con la perspectiva actual, quizá haya que ver lo positivo, y es que la mayoría de los que abandonaron Santolea prosperaron más fuera que si se hubieran quedado".

En las páginas de ‘Santolea ¡existió!’ aparecen desde el calvario de la localidad, que se remontaba al siglo XVIII, tenía 14 capillas y era el segundo en importancia de la provincia de Teruel, a la ermita de Santa Engracia, pasando por el linaje de los Espada, legendarios joteros de la localidad, las fiestas de San Roque o San Antón, el lavadero, el horno, las escuelas, la iglesia, las tiendas... El cartero se acercaba hasta Castellote y recogía la correspondencia de Cuevas de Cañart, Dos Torres y Ladruñán. Muchos días tenía que hacer el reparto a lomos de burro y era habitual que también distribuyera medicamentos e incluso pan.

El libro es memoria de un espacio y un tiempo que no volverán, pero, también, testimonio de un orgullo de pertenencia que sigue vivo. Porque sus páginas se cierran con una serie de entrevistas realizadas por Laura Berné a vecinos de la localidad que así lo demuestran. Y Berné preside la Asociación Cultural Santolea Viva, desde la que se trabaja para que los restos del pueblo sean considerados como yacimiento arqueológico y se protejan.

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