El sobaco de Aristóteles

El pensador griego fue el primero en preguntarse el porqué del mal olor de las axilas.

'Odorama. Historia cultural del olor'
'Odorama. Historia cultural del olor'
Vocento

Distinguir entre el aroma y el tufo no es tan fácil como se cree. Lo que para unos es apestoso, para otros es pura delicia. Ya lo demostró la artista noruega Sissel Tolaas, que hizo fermentar un queso a partir de las bacterias de las botas de fútbol de Beckham. Los antiguos embalsamaban el aire con incienso y mirra. En el Egipto de los faraones el perfume tenía una naturaleza sagrada, estaba ligado más a la liturgia y lo divino que a la cosmética. En las polis griegas la situación era ambivalente. Mientras en Atenas los ciudadanos gustaban de ponerse a remojo en baños públicos, lo que de paso les permitía enterarse de los chismes más comentados, la basura se amontonaba en la calle hasta generar un hedor nauseabundo. Con buen juicio, los romanos echaban pestes de la halitosis. En una época tan inodora como la actual, en la que la covid se cobra en los enfermos el sentido del olfato, el periodista científico Federico Kukso (Buenos Aires, 1979) acaba de publicar 'Odorama. Historia cultural del olor' (Taurus), un libro en el que recorre los olores del pasado, del presente y el futuro con rigor y amenidad.

Aristóteles dedicó mucho tiempo a pensar en lo que registraba su olfato. Fue el primero que se preguntó por qué la sobaquina es más desagradable que el olor que despiden otras partes del cuerpo. Su mente, jamás en reposo, se preguntó por qué la orina huele peor con el paso del tiempo que los excrementos. En la antigua Grecia la halitosis estaba tan mal vista que se consideraba poco menos que un delito social. Por vergüenza y decoro, el bebedor enmascaraba su aliento a vino masticando hojas aromáticas y bayas. Más o menos como ahora, salvo que en el siglo XXI se recurre a los chicles mentolados y los enjuagues bucales.

Una lucha de gladiadores era en verdad un espectáculo visual, pero también olfativo. Los anfiteatros romanos donde se batían los luchadores eran rociados con azafrán y aguas perfumadas para espantar tanto la fetidez del público como el olor a chamusquina de los cristianos que ardían como antorchas. Aquellos hombres feroces inspiraban admiración pero también pavor. Eran tan idolatrados por sus gestas como deshonrados por su transpiración. Sin embargo, algo debían de tener sus secreciones para que las mujeres compraran frascos de sudor y tierra raspados de la piel de los combatientes, un potingue que luego untaban en su rostro. Del resultado sobre la epidermis femenina poco se sabe.

Se dice que Jesús era un ser fragante y que Mahoma tenía más prestancia aromática. "El sudor de su frente se deslizaba en perlas, cuyo perfume era más dulce que el almizcle", describió el historiador de las religiones Maurice Gaude-froy-Desmombynes. Por las páginas de 'Odorama' desfilan historias sorprendentes. En la Edad Media, la mayoría de las ciudades carecían de empedrado, de modo que el barro y los desperdicios formaban una amalgama densa y maloliente. En el siglo XIV había tanta inmundicia que las calles europeas empezaron a ser conocidas por sus desechos. "En el París medieval, varias arterias urbanas se inspiraban en la palabra 'merde' (mierda) para bautizar sus calles: estaban la rue Merdeux, la rue Merdelet, la rue des Merdons y la rue Merdiere, así como una rue du Pipi en la ciudad de Rennes", escribe Federico Kukso.

Brotes de peste

En época de devastación y muerte, cuando los brotes sucesivos de peste no daban tregua, las mejores narices de Europa se aliviaban con un pañuelo impregnado en alguna sustancia aromática, como ámbar, pimienta o sándalo. En los retratos de entre los siglos XIV y XVII, príncipes, aristócratas y burgueses portaban pequeñas esferas de orfebrería perforadas, hechas de oro y adornadas con perlas. Se las conocía como 'pomanders' -de la expresión francesa 'pomme d'ambre' (manzana de ámbar)- y en su interior se metían hierbas y especias para purificar en lo posible las fosas nasales de sus propietarios, siempre de buena cuna.

Los efluvios, incluso los que uno quisiera tener lejos, no siempre son malos. Los científicos creen que ciertos cambios en la piel de las personas con párkinson despiden un olor particular, incluso bastante tiempo antes de sufrir temblores y alteraciones en el habla. La química Perdita Barran, de la Universidad de Manchester, está convencida de que algunos seres humanos podrían haber desarrollado la habilidad de identificar enfermedades a través del olfato. No en vano, después de varios años de casados, la enfermera jubilada Joy Milne, notó que su marido olía distinto, exudaba una emanación a madera y almizcle.

Su esposo murió en 2015 a los 65 años. Ahora esta mujer que huele el párkinson ayuda a científicos como Barran a descubrir la "firma molecular" del olor de esta enfermedad neurodegenerativa, lo que podría conducir a la primera prueba de diagnóstico.

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