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Jorge (George) Santayana en la Seo, en la Lonja y el Pilar

El gran pensador, nacido en Madrid en 1862, estuvo en Zaragoza en 1883 y lo cuenta en sus memorias

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retrato de madurez del gran pensador nacido en Madrid.
Archivo Heraldo.

Leo en el ‘Diario de Sevilla’ del sábado 13 de marzo la semblanza que mi buen amigo y contertulio Manuel Ruiz Zamora le dedica a la relación de Santayana con Sevilla. De modo que me veo obligado a rescatar la vieja idea de recordar el fugaz paso de Santayana por Zaragoza, allá por 1883. Daré así a conocer en estas páginas una excelente cita suya sobre la Seo, la Lonja y el Pilar zaragozanos, que va más allá de lo anecdótico. Y, naturalmente, aclararé de quién hablamos.

Los dos nombres, Jorge y George, que ambos se usan, los debe Santayana a que, por su partida de nacimiento –en Madrid, en 1863– se llama Jorge; pero todos sus libros, escritos en inglés, llevan como nombre George. Así que, nacido en Madrid, de padres españoles, se educó, por razones familiares, en Boston. Allí fue miembro –un tanto exótico, por demasiado europeo– del Departamento de Filosofía de la Universidad de Harvard, en su época dorada. De hecho Santayana es considerado como un filósofo clásico norteamericano.

Aunque también ocupa un lugar preeminente en el monumental ‘Legado filosófico español de hispanoamericano del siglo XX’ (Cátedra, 2009). Fue un filósofo –también poeta y novelista– menos castizo y menos romántico que Miguel de Unamuno, más consistente y más cosmopolita que Ortega y Gasset, y respetado por María Zambrano. No encajó en la filosofía española por ser quizá demasiado crítico con la filosofía alemana entonces en boga aquí, y por su aire clásico, que le llevó a reivindicar el materialismo de Epicuro y Lucrecio, así como el cultivo de la belleza de Platón.

Suya es la famosa cita colocada en el campo de concentración de Auschwitz (Polonia), en el pabellón cuatro, justo donde comienza la visita: «Quienes no recuerdan el pasado quedan condenados a repetirlo» («Those who cannot remember the past are condemned to repeat it»). De hecho, al final de Segunda Guerra Mundial, Santayana era un filósofo de renombre internacional.

Su brillante y fluido estilo enlaza con el de Locke y Hume, y la fuerza de sus argumentos hereda la de Spinoza y Schopenhauer. Fue contemporáneo del esplendor del positivismo y de la teoría de la evolución de Darwin, pero no pensó que ello cuestionara la posición de la filosofía.

También contemporáneo del idealismo, supo detectar en él su lado ineludible, el metodológico, y desenmascarar su lado falaz, cuando convierte la naturaleza en la experiencia humana de la naturaleza. El puritanismo moral y el liberalismo político fueron también cuestionados por él desde dentro. Quizá ahora debería tener mayor presencia en los ambientes académicos, dada la constante aparición de títulos suyos en las librerías en lo que va de siglo, como se constata consultando el catálogo de la Biblioteca María Moliner de la Universidad de Zaragoza.

Pero vayamos a su visita a Zaragoza. Santayana pertenece a la generación que, hace cien años, consolidó la costumbre de los viajes culturales, literarios y artísticos, por Europa, especialmente por Italia. Él mismo fue un viajero excepcional que dejó múltiples comentarios sobre los lugares que recorrió en su vida de hombre libre y nómada. Su abundante correspondencia es por eso una fuente inagotable de sorpresas, así como sus famosas memorias ‘Personas y lugares’, publicadas entre 1944 y 1953.

Ahí es donde encontramos el recuerdo de su paso por Zaragoza, en el verano de 1883. A pesar de su extensión, merece la pena recoger el párrafo completo, en la traducción de Pedro García publicada en 2002: «Mi estancia en Ávila aquel año, 1883, no fue larga. Hice un viaje a Cataluña para visitar a unos parientes y de paso vi un buen número de cosas impresionantes. Ya he mencionado que mi padre y yo hicimos una excursión a El Escorial, y después fui solo a Madrid y al Prado, a Zaragoza, a Tarragona, a Barcelona y por último a Lyon y a París. Fue un festín variado para mis hambrientos ojos. La mayoría de esos lugares se me han vuelto familiares en años posteriores, pero de Zaragoza, donde apenas he vuelto a estar, mis recuerdos provienen de aquella vez y son muy vívidos. Estaba la Seo, la catedral, de estilo gótico, pero conservando la planta cuadrada de la mezquita a la que reemplazó: siete grandiosas naves con hileras de capillas además y con el precioso coro y el santuario formando una isla cerrada en el medio».

Y agrega:«A mí, que me encantan los santuarios, las oraciones individuales y la libertad de movimiento en los lugares sagrados, esta disposición me pareció ideal. Un amigo judío al que llevé una vez al Panteón de Roma lo declaró el primer lugar religioso que había encontrado allá; y comprendo ese sentimiento. Pertenece a lo que Splenger llama ‘religión y artes magianas’; aparece también en la mezquita de Omar –una iglesia cristiana– y en otras muchas mezquitas. En Zaragoza se combina, como en Santa Sofía, con el tema cristiano de la salvación, con todas sus complejidades, históricas, personales y escatológicas. Hay mil mediaciones, desconocidas para el musulmán puro, pero no destruyen la sublimidad ni la intimidad de una total redención del hombre ante Dios. En Zaragoza también está la Lonja de los mercaderes medievales, un pintoresco salón de columnas retorcidas. Estamos en el mundo mediterráneo; podríamos estar en Pisa o en Palermo, o incluso en Damasco. Por último, allí está la Virgen del Pilar; pero en este caso la arquitectura es vasta, monótona y moderna, y, cuando yo lo vi, horriblemente pintada. El único interés, la única belleza, es devocional y está centrado en el reluciente altar de Pilar mismo. El Pilar es el santuario del patriotismo y la caballerosidad españoles: es el punto, como lo fue Delfos para los griegos, de su consciente contacto con el destino y la eternidad. Es, por tanto, verdaderamente sagrado.

»Que la leyenda resulte infantil o la imagen vulgar da lo mismo: lo que importa es el alcance de la necesidad y la aspiración humanas que se han concentrado allí. Fui, pues, a la trasera del altar, donde el pilar de jaspe es accesible al público a través de una abertura oval en la pared, y besé el hueco producido por los besos de tantas generaciones.

»No es que esperara que ninguno de mis deseos se cumpliera mediante semejante ceremonia; sólo estaba ofreciendo mis deseos para que se sacrificaran o se cumplieran según les correspondiera. En cualquier caso, en mí mismo estaba yo avivando la sensación de su precaria fortuna y de sus eternas aspiraciones. Besé a la vez la belleza de lo bello y la varita que me golpeó y que me apartó de su presencia».

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