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Rosendo Tello o la escritura de la luz

El autor de 'El vigilante y su fábula' cumplía esta semana 90 años y continúa escribiendo.

Rosendo Tello Aína ha cumplido 90 años.
Rosendo Tello en su casa, cerca de la biblioteca.
José Miguel Marco.

Que un escritor cumpla 90 años no sucede todos los días. Esta semana, el poeta universal de Letux, educado en la ensortijada sombra de las oliveras, Rosendo Tello Aína alcanzaba sus nueve décadas. El narrador Jesús Moncada decía que había tenido varios maestros –Miguel Labordeta, Pere Calders y Desideri Lombarte–, pero el que primero le deslumbró en el aula fue Rosendo, un autor de la llamada Peña Niké, igual de inconfundible que Fernando Ferreró, otro escultor del verso en clave minimalista de 93 años.

Rosendo ha ido su marcha, con la aureola de poeta-profesor, como lo fueron Jorge Guillén o Pedro Salinas. Ha publicado cerca de una veintena de libros, con sosiego, pulso firme y una imaginación incomparable. La poesía no admite corsés pero él es el poeta de la fabulación, de la invención, del puro embeleso del decir con partitura de virtuoso. Ha recogido su lírica en ‘El vigilante y su fábula’ (Prames, 2005) y una parte de sus memorias en ‘Naturaleza y poesía’ (Prames, 2005), un libro gozoso de sus primeros años alrededor de la arcadia, el paisaje, la revelación de la poesía y del piano, porque Rosendo Tello es, quizá, nuestro vate más musical: en todos sus versos suena y restalla el pentagrama oculto del lenguaje, sus acentos sonoros y la ambición de una belleza celeste. 

Es el poeta solar arrebatado por la luna y la magia del jardín: tiene uno en Gurrea de Gállego, al que le ha dedicado muchos poemas y un libro completo, ‘Apología simbólica del jardín’ (que editó Gara d’Edizions), donde se imaginaba a su padre hablando con las flores y los árboles, y a muchos amigos a quienes le gustaba recibir allí, en el centro del páramo, en un edén que fabricó y llenó tanto de aves como de afectos. 

Rosendo sufrió hace una década un ictus que le desposeyó de voz, y le trajo un nuevo estadio: el valor del silencio y de la quietud. Aprendió a escribir con la mano izquierda y sigue puliendo textos, viaja por la memoria y se cita con las fuentes y los ruiseñores, con su amada, con la necesidad de seguir hallando el endecasílabo perfecto. Rosendo sabe mejor que nadie que la poesía es misterio, adivinación, lento paseo hacia las estrellas. Por eso ha escrito: «Mil lenguas no podrían expresar el enigma / del sueño del amor o del sentido del sueño». Él, asomado a su ventana del Portillo o al horizonte del tiempo, es un soñador perfecto.

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