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'La hija del comisario'. Las memorias de Ana María García Terrel

Es un libro humilde y conmovedor, lleno de autenticidad y confesiones descarnadas de la posguerra en Soria

Fábulas con libro. Ana María García Terrel.
Portada del libro de Ana María García Terrel.
Heraldo.es

No alejado de la mejor literatura memorialística, ‘La hija del comisario’ de Ana María García Terrel, sus memorias de posguerra en Soria, es un libro humilde y conmovedor, lleno de autenticidad y confesiones descarnadas. Su padre fue el Comisario Principal más joven del Cuerpo Nacional de Policía y Ana María tuvo con él una relación de amor-odio: amor, porque fue un padre dulce y cariñoso, un hombre apuesto (ojos claros, altísimo, delgado y elegante) que despertaba la admiración de sus amigas; y odio, cuando conoció su trabajo como responsable de la Brigada Político-Social, de la temida policía secreta. Tenía una hoja de servicios que hubiera apabullado al franquista más intransigente (ya participó con el general Mola en la preparación del golpe de estado de julio de 1936), pero era un hombre insobornable y en los años de escasez devolvía todos los paquetes de comida que le regalaban. 

Y su madre le prohibía tener amigas íntimas y obligaba a Ana María a estudiar todo lo imaginable hasta llegar a obtener los mejores resultados. No le permitía ayudar a ninguna compañera ni resolver las dudas que le planteaban, para evitar así que cualquier otra alumna pudiera competir con ella, y le animaba a delatar a la que viera copiar en los exámenes. El fin justificaba los medios y su hija debía ser la mejor. Todo eso hizo de ella "una niña odiosa, acusica, egoísta, endiosada". Su madre consiguió desarrollar en ella una «personalidad competitiva y exenta de espíritu de ayuda que creo que me ha marcado para siempre».

Entonces él "me atraía hacía sí, me besaba en la cara y me manoseaba el pecho por encima de la ropa, sin prisas y sin disimulo", dice Ana María.

A sus 16 años, la asignatura de latín se le hizo durísima. Había que traducir y comentar a Tácito y a veces, pese a ser una alumna muy brillante, se sentía superada. Le buscaron entonces un latinista de prestigio que pudiera completar lo que le enseñaban en el instituto. 

El elegido fue el canónigo don Odón Fuente, a cuya casa comenzó a acudir para que le ayudara con las traducciones más difíciles y engorrosas. La recibía en un cuarto de estar y allí, con la hermana del sacerdote delante, comenzaban a repasar los textos latinos más complicados. Pero pronto la hermana desaparecía y entonces don Odón la invitaba a pasar al despacho-biblioteca adjunto con el pretexto de enseñarle algún libro relevante para el tema que trataban. Entonces él "me atraía hacía sí, me besaba en la cara y me manoseaba el pecho por encima de la ropa, sin prisas y sin disimulo". Pero a nadie dijo nunca "que el taimado y despreciable, el hipócrita don Odón, estaba ejerciendo la pederastia".

Recuerdos tan tristes como éstos –y muchos otros alegres y hermosos de su infancia y adolescencia- conforman las memorias de García Terrel, que nos atrapan irremediablemente por su sinceridad y crudeza.

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