VIAJEROS POR ARAGÓN

Lady Chatterton: sublimación, miedo y espiritualidad en las montañas

La aristócrata y escritora inglesa viajó a los Pirineos en 1841 y dejó un retrato del país, y se atrevió a cruzar el valle de Benasque y la Maladeta

Lady Chatterton. Viajeros por Aragón.
Retrato de la aristócrata y viajera, realizado por su sobrina en 1850.
Rebecca Orpen.

Henrietta Georgiana Marcia Lascelles Chatterton (Londres, 1806–Malvem, 1876) fue otra de las grandes viajeras británicas por España. Luego, haría una sólida carrera en la literatura como autora de más de una treintena de narraciones, novelas, poemas y antologías de Platón y Aristóteles. Hija de un reverendo, se desposó a los 17 años con Lord Chatterton; se quedó viuda en 1855 y se volvió a casar cuatro años después con un hombre más joven, Mr. Edward Henage Dering, al que también deseaba su sobrina y estupenda pintora Rebecca Orpen.

En España ha sido estudiada. Esther Ortas Durand le dedica varias páginas en su libro ‘Viajeros ante el paisaje aragonés (1759-1850)’ (IFC, 1999). Lady Chatterton dejó testimonio de su paso en 1841 por España, y también por Aragón, en la obra, en dos volúmenes, ‘The Pyrenees with Excursions into Spain’, que se publicó en 1843. Lady Chatterton refiere sus viajes por los Pirineos (franceses, vascos, catalanes y aragoneses) y añade nuevos elementos que no siempre aparecen: la arquitectura popular, la comida (dice que «el pan español es mucho mejor que el francés»), la afición a la música de los españoles o el carácter hispánico.

Tal como ha señalado Lorena Catalina Barco Cebrián, muestra especial interés hacia las mujeres. Anota, en versión de la citada especialista: «Las damas todavía llevan sus mantillas, y el campesinado se viste con sus trajes de fiesta, pero a diferencia de las costumbres de otros países, los hombres van vestidos más pomposamente que las mujeres (…) Algunas de las mujeres de clase baja visten con enaguas de un paño de color rojo brillante o amarillo, las mantillas negras cubriéndoles el cuello y los hombros, y el color más común entre las mujeres mayores es el negro».

En otro instante, describe escenas que le sorprenden y que le llevan a extraer conclusiones que pueden parecer insólitas: «Dos caballeros cantaron algunas bellas canciones españolas acompañados por una guitarra; luego, algunas damas también tocaron el instrumento, y nosotros estuvimos encantados con la forma tan elegante y quejumbrosa con la que cantaban. Entendí, entonces, que existía una gran igualdad en la sociedad», dice.

Esther Ortas recuerda, entre otras cosas, que había establecido un minucioso plan de viaje que la llevaría de Olorón a Jaca y también a Panticosa, donde albergaba la esperanza de pasar la noche. No pudo ser, y tuvo un fugaz contacto con los montes altoaragoneses (escribió que estaba encantada de poner los pies «en tierra española cuando entramos en Aragón»), sobre todo en las escarpadas alturas de Benasque.

Allí la aristócrata experimentará la fascinación del paisaje y percibirá la sensación de vivir una experiencia sublime, que de inmediato tiene efectos colaterales: el miedo, la depresión y la espiritualidad. Tanta grandeza parece abatirla. «La presencia de altas montañas o la terrible amenaza de las fuerzas desatadas de la naturaleza ejerciendo su inconmensurable poder» la cautivaron.

Lady Chatterton, un tanto fabuladora o ingenua, quizá impulsiva, llegaba a pensar que los objetos y fardos del equipaje que se dejaban en las cumbres durante las exploraciones nadie se atrevía a robarlos. Creía que tan grandioso entorno alimentaba una idea excepcional de bondad en el ser humano, ligado al «perfeccionamiento moral»; de aquí que vincule la montaña a «un intenso sentimiento religioso». Hondamente espiritual, intuye que «los cuerpos de quienes se perdieron en la travesía quizá yazcan en tierra sagrada», escribió.

El embrujo de la exaltación y el deslumbramiento se mezclan con una impresión de pavor. Esa dualidad de sensaciones caracterizará su periplo y su actitud. Ante Benasque y la Maladeta constata: «La vista aquí es demasiado terrorífica para ser pintoresca; pero es verdaderamente sublime: miramos atrás sobre la senda que habíamos pasado y apenas pudimos comprender cómo se había llevado a cabo el viaje (…) No podía ver nada que nos impidiera deslizarnos hacia abajo en la profunda garganta que separa el Puerto de Benasque de las montañas salvajes de la cubierta de nieve, maldita, sin escalar, casi no contemplada Maladeta».

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