verano

Luis Alegre: "En mi primer baile ‘agarrao’, casi me desmayo de la emoción"

Profesor de economía, cinéfilo, director de festivales de cine y hombre de prensa, radio y televisión, si algo le define es el amor a su niñez rural y su pasión infinita por vivir.

Luis Alegre recupera el tiempo perdido y el aroma familiar en la casa de Lechago donde nació.
Luis Alegre recupera el tiempo perdido y el aroma familiar en la casa de Lechago donde nació.
Oliver Duch

¿Qué significa para usted el verano?

Una alegría muy grande. Euforia.

¿Y cómo ve este?

En el mejor de los casos, como una lata. En el peor, uff. Demasiada gente sufre demasiado. Estamos todos temblando.

¿Es un tiempo de sensaciones, de recuerdos o de pura vitalidad?

Es una mezcla, con el añadido de algo decisivo: una actitud más relajada para disfrutar de lo que quieres. Me encantan las noches y las madrugadas del verano, pero detesto ese rato de la tarde entre 4 y 7.

¿Qué hace que no haga en otra época del año?

Vivir en la casa de Lechago donde nací.

Cuando mira sus veranos, ¿qué encuentra?

Bonitos recuerdos y una intensa melancolía por los que ya no están. Mis padres, por cierto, murieron en verano.

¿Es distinto el verano en los pueblos?

En un pueblo como Lechago desde luego. Sales de casa para ir al bar y, en pocos minutos, puedes saludar, literalmente, a todo el pueblo, aunque sea hora punta. La gente habla en la calle como si estuviera en su casa. Se genera un aire de familia, imposible de encontrar en un pueblo grande o, por descontado, en la ciudad.

El bar en los pueblos es toda una institución...

Es el centro social y, en verano, en el de Lechago se forma un jaleo muy especial, alrededor, sobre todo, de las timbas de guiñote. Estoy tratando de introducir el mus, hasta el punto de que imparto ‘clases’ de ese juego. Ya hay diez o doce que se han enganchado. El guiñote es mucho guiñote.

¿Cuáles son esas magias del universo rural que ha vivido en plenitud?

Siento debilidad por las caminatas con mi familia y amigos. Me ventilan la cabeza y las charlas son de las que te hacen olvidar el calor.

¿Cuál sería su gran aventura de los veranos, esa que permanece ahí como un tesoro?

Yo era terriblemente enamoradizo. Era toda una aventura tratar de que las chicas con las que me embelesaba repararan en mí. Casi nunca lo conseguí para bien. Por eso, la tarde en la que, en una peña de Lechago, en las vísperas de las fiestas, Conchita Roche, cuando le pregunté «¿bailas?» mientras sonaba ‘Michelle’ de los Beatles, me dijo que sí, estuve a punto de desmayarme de la emoción. Fue mi primer baile ‘agarrao’, todo un clásico de aquella España de los 70.

Las peñas y las fiestas son otras de las claves de los veranos.

Y que lo digas. En Lechago pertenecí a ‘La tranca’ y en Calamocha a ‘El paraíso’. Era muy excitante y divertido todo aquello, aunque una noche, en una peña, una adorable chica de Lechago me soltó un bofetón por alguna torpeza verbal mía. Un icono social, en Calamocha, era la piscina, otro lugar de enamoramiento al primer golpe de vista.

El verano es tiempo de revelaciones, de pasiones, de amistades. ¿Has vivido esos ritos?

Cada uno de ellos. Tengo un recuerdo muy poderoso de mis primeros amigos: Agustín Ferreruela, Pedro Roche y Mercedes Gonzalvo en Lechago, y Pascual Peiró en Calamocha, todos antes de los seis años. Me marcaron los veranos en los que descubrí libros o películas que me persiguen: en ‘Del rosa al amarillo’ me colé, con ocho años, de la niña protagonista, Cristina Galbó. Fue una epifanía total: ya sabía qué era eso del amor.

¿Y el fútbol, qué espacio ocupaba?

Un lugar estelar. En Lechago veíamos los partidos en el bar de mi tío Eduardo y jugábamos en las eras; en Calamocha, en el campo de tierra. A menudo jugaba a solas con Pascual Peiró, él de portero y yo lanzando faltas desde fuera del área. Él adoraba a Iríbar; yo a Violeta, Arrúa y Arconada. Nos creíamos ellos.

También vivió en Fuentes de Jiloca.

Sí, allí pasé los veranos del 74 y 75. Residíamos en las afueras. Me subía solo al monte, con el transistor, y en Radio Zaragoza escuchaba la novela ‘Lucecita’, las crónicas de Paco Ortiz del Zaragoza o las de Chico Pérez del Tour, con el imponente Eddy Merckx. En el 74 nuestra perra me mordió en la cara cuando amagué con acariciar a la perrita que había parido. No le guardé rencor: ella creía que iba a agredir a su criatura. Pero desde entonces me intimidaron los perros. Por cierto, mi primer gran disgusto, con ocho años, sucedió en verano: la muerte de Caracola, nuestra primera perra.

¿Qué veranos han sido inolvidables por sus múltiples trabajos?

El verano del 87, cuando ayudé a Mariano Gistaín y José Antonio Ciria en su libro sobre Perico Fernández; el verano del 88 con Pilar Labadía y, también, con Mariano, cuando hicimos ‘No me esperes a comer’, en TVE en Aragón; los veranos de los 90 en los que, en la tele de Calamocha, presenté con José Luis Campos los programas de las fiestas; los que empleé en mi tesis doctoral en la casa de Lechago, mientras mi madre me miraba sin entender nada; los veranos protagonizados por la Semana Cultural de Lechago, con los Premios Pairón, que, este año, como las fiestas, se han cancelado. Este verano, Lechago es otro Lechago.

¿Qué planes cumple de los que se propone cada verano?

De cabo a rabo, ni uno solo. Es pasmosa la capacidad que tengo para decepcionarme.

¿Quiénes serían los grandes personajes de sus veranos?

Mi familia, cuando estábamos juntos, en Lechago, Calamocha o Fuentes, y no nos daba tiempo a reparar en que aquella felicidad tenía fecha de caducidad.

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